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Ay, Chavela

Ay, Chavela

Chavela Vargas documental Netflix Lauri García Dueñas

Para mí, Chavela Vargas había sido la estampa de una mujer fuerte, una cantante talentosísima a quien le gustaba tomar, creía que durante toda su vida había tenido el éxito y la aceptación con la que culminó su carrera, con el pueblo mexicano de rodillas, llorando frente a su féretro en la plaza Garibaldi en 2012. Imaginaba que siempre había sido tratada como una diva y no conocía los detalles de la vida dura que tuvo que atravesar. 

Me gustaba su frase: “los mexicanos nacemos donde nos da la gana”, y sentía un puente directo de empatía porque ella nació en Centroamérica y yo también. Pero no fue hasta ver el documental “Chavela” (2017), de las directoras Daresha Kyi y Catherine Gund, que ya está en Netflix, que supe un poco más de este personaje tan sacralizado y amado.

Al ver el documental, lloré, amé y canté. Es la historia de una mujer nacida en San Joaquín, Costa Rica, el 17 de abril de 1919, cuyos padres la escondían de las visitas por “rara”, por lesbiana, y a la que un sacerdote expulsó de la iglesia. Una niña que “nació cantando”, según ella misma, y lo hizo desde los ocho años, que se llenó “no de ira ni de odio sino de coraje” y nunca superó el que, a su juicio, su madre no la amara ni su padre tampoco. 

Siguió el sino de muchas centroamericanas a las que la provincia nos queda chica y guardó dentro de sí, durante mucho tiempo, el mantra de “me tengo que ir”. Se enamoró de México, que para ella era sinónimo de paraíso y arte, y quien “la hizo mujer a cachetadas y patadas”. Fue apadrinada por el compositor José Alfredo Jímenez, su cuate de canciones y borracheras de días, “el zarco” por quien lloró y bebió a los pies de su féretro en su funeral. 

Amó a la pintora Frida Kahlo y a muchas otras mujeres hermosas y famosas, como la actriz estadounidense Ava Gardner, y otras que guardó en el anonimato por ser esposas de políticos o artistas, y siempre recomendó: “no dependas del amor para organizar tus cosas porque el amor existe pero es solo un rato”. Cantó en la boda de Liz Taylor en Acapulco y en varios salones, cabarets y cantinas de la Ciudad de México durante la primera parte de su carrera. 

Sufrió censura de uno de los magnates de la televisión, Emilio “El tigre” Ázcarraga Milmo, porque supuestamente le bajó a la novia y vivió en carne propia la explotación de Orfeón, una disquera que no le traspasaba el porcentaje justo por la venta de sus discos. 

Sumida en la pobreza y el alcoholismo, desapareció de los escenarios durante 12 años en los que su público la creyó muerta, se refugió en Tepoztlán, Morelos, donde dicen que se tomó hasta los arroyos y terminó hasta bebiendo alcohol con refresco en la banqueta rodeada de albañiles. No falleció porque algunos de sus amigas y amigos la ayudaban económicamente y la visitaban.

Encarnó paradójicamente la violencia machista impuesta y perdió a un gran amor por ello, a la abogada que la rescató de la quiebra última: Alicia Elena Pérez Duarte, “Nina”. Pasó de no hablar abiertamente de su homosexualidad, para luego aceptarla públicamente y convertirse en un ícono de las activistas lesbianas mexicanas y de otras latitudes. 

Tuvo que luchar y dejar el alcohol que la envenenaba, pactar con la soledad y el dolor. Una de las partes del documental que más me gustó fue que, gracias a algunos de sus amigos (Pedro Almodóvar, Miguel Bosé), gestores artísticos que la admiraban y otras cantantes más jóvenes que creyeron en ella (Eugenia León, Tania Libertad, Jesusa Rodríguez), tuvo una segunda oportunidad para su carrera y, en esa segunda parte, se convirtió en la diosa de la cultura popular internacional que muchos conocemos.

Durante su segundo aire, llenó el Olympia de París, gracias al cineasta Pedro Almodóvar, quien confesó que nunca se había esmerado tanto por vender boletos de uno en uno, los teatros españoles, Bellas Artes y el Auditorio Nacional en México.  

Partícipe y promotora de la verdad de cada una, su forma de cantar era un trance que no dejaba impune a nadie. “Mi nombre es Chavela Vargas, no lo olvides”, decía. Pero cómo olvidarla. Ay, Chavela.

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