Los muertos nos pertenecen, por eso somos de donde son y trasladamos sus cuerpos en lindas cajas de madera, así, reclamamos los huesos que ya son nuestros.
Cuando murió mamá y me entregaron sus cenizas lo primero que hice fue abrir la urna y tocarlas, quería saber qué se sentía, tenerla por última vez. Las cenizas eran escurridizas −mamá también lo era−, pensé que incluso en la muerte lograba escaparse, que nunca lograría aprehenderla.
− Polvo eres y polvo siempre serás. Dije en voz alta mientras imaginaba a qué parte de su cuerpo pertenecían los fragmentos de hueso que se distinguían entre el polvo blanquecino. Quise soplar y me detuve, uno no puede echar a volar a sus muertos.
Metí la mano en la urna y dejé que me envolviera, tenía a mamá debajo de las uñas, entre los dedos; jugué a apretar el puño, como hace uno en el mercado con las canastas de semillas; era suave y áspera a la vez, como si ni el fuego hubiera logrado acabar con las aristas que la caracterizaban. Mamá no sabía ser dulce, ni siquiera cuando lo intentaba.
La dejé deslizarse y miré mientras caía y volvía a ser polvo, una y otra vez. La muerte y el pasado tienen en común la eternidad. Mamá acariciaba mi mano y yo acariciaba su recuerdo; por fin estábamos juntas.
Algo quedó atrapado entre mis palmas, lo miré intentando averiguar sus formas, parecía una piedra irregular y brillante; un metal precioso entre las ruinas. Froté para limpiarlo, era una amalgama, un pedazo de la boca de mamá, ¿había encontrado su sonrisa?
Como habíamos hecho con papá y con el abuelo tomé un puñado de cenizas y lo esparcí en el suelo, hice figuras con ella, dibujé pájaros y corazones; la convertí en el camino de mis muertos.
Mamá me enseñó la muerte mucho antes de enseñarme a hablar, ahora sé que es un estado del alma, un país. Mamá me hizo su nueva habitante, me dio un nuevo hogar que he decorado con sus flores favoritas, todos lo hacemos, por eso el duelo tiene sus propias calles, repletas de flores, sonrisas y altares.
Como habíamos hecho con papá y con el abuelo tomé un puñado de cenizas y lo esparcí en el suelo, hice figuras con ella, dibujé pájaros y corazones; la convertí en el camino de mis muertos.
Mamá me enseñó la muerte mucho antes de enseñarme a hablar, ahora sé que es un estado del alma, un país. Mamá me hizo su nueva habitante, me dio un nuevo hogar que he decorado con sus flores favoritas, todos lo hacemos, por eso el duelo tiene sus propias calles.