Porque nos enseñan que nuestra bestia se convertirá con el tiempo en príncipe, pero en la realidad, es al revés.
Todos se sorprenden porque nadie espera que alguien con un temperamento tan templado, noble, considerado, que da muestras de una gran sensibilidad, grado de concientización, y solidaridad con todas las formas de vida, pueda ser violento.
Él tiene bien despierto su lado femenino, sabe lo que se siente estar oprimido, sabe cocinar y limpiar mejor que tú.
Y tú y tu madre y toda tu familia están locas.
También tú eres la violenta por contar tu historia, por sanar tu historia por el bien de todas las historias de dolor.
Aún entre los amigos hay cierta duda, y tú has estado también en esa situación de no querer saltar a conclusiones ni involucrarte demasiado, “qué incómodo sería tener que hacer algo al respecto de tales acusaciones cuando tengo que verlo en la calle”, o a veces más que eso, entablarán proyectos juntos y perseguirán sueños en común.
“Lo más probable es que solo le haya pasado a ella”, piensas y piensan. “Seguramente exagera.” Y tú no puedes evitar pensar en todo lo que dirán y pensarán de ti para convencerse de que mientes y exageras, no puedes evitar imaginar cómo escudriñan tu vida y desmenuzan tus innumerables defectos.
Pero no somos una. Somos casi todas las que nos postramos en la mesa del quirófano y nos dejamos intervenir por el bien del amor, para que nuestra bestia se convierta en príncipe, para salvar a Peter Pan de Nunca Jamás y que logre existir aquí, en nuestra realidad.
No se trata de buenos y malos. El amor, si no es un juego de complicidad, es un juego de poder, y entre ustedes nunca hubo complicidad.
Cuando cuentas la historia no gritas, ni miras con rabia, más bien tu voz se rompe, y te sueltas en llanto. Recuerdas momentos de gran vulnerabilidad. Cuando te escupió en la cara. Cuando te llamó puta. Cuando tú lo rasguñaste porque ya no te divirtió su broma. Y le quedó una cicatriz, y siempre te reprochó, una de las evidencias de que tú eras la fuente de la violencia.
Finalmente vino el gran silencio después de todos los “te amo por siempre”. Con un remolino de lo más bonito con lo más pinche. Cuando se casaron con un árbol. Cuando te mintió en la cara, a pesar de tu angustia. Cuando rieron juntos hasta llorar y quedar dormidos. Los momentos de ternura. Verlo pleno, verlo crear. Verlo lleno de odio, verlo gritar.
Al principio todo era amor eterno: dejabas pasar los flashazos de duda, de sano escepticismo que zumbaban como moscas. En ese entonces tu compañera de casa se estaba separando de su novio. Sentías la compasión paternalista de un obispo frente a un niño de la calle. “Pobrecito” (Traducción: “ay qué bueno que no estoy en tus zapatos”, procede a comer pan en frente de los pobres).
No comprendías, seguro solo la hacías sentir más sola. El novio de tu amiga la había engañado sistemáticamente desde el principio de su relación; ella era una novia ejemplar ante los ojos de todos, y tú estabas segura que a ti jamás te iba a pasar. No lo tomaste para nada como una advertencia.
Porque tú eres más liberal y menos posesiva que tu amiga. Y porque tu novio jamás de los jamases te engañaría, te mentiría, te alzaría al voz, te faltaría el respeto de cualquier manera… si tú eres su diosa. La mujer sin la cual ya no es feliz.
Esa es la única cara que conoces al principio. La que te entiende, y cumple tus caprichos, y dice que no le molesta, y aprecia tus pequeños detalles. La que te ofrece hacerte de comer, construirte un invernadero, la que construiría una casa y una aldea para compartirla contigo, la que tendría hijos contigo y quiere envejecer contigo. La que entiende tu sentido del humor y no te juzga. Hasta te defiende frente a sus amigos. Es más, ni le importan sus amigos como le importas tú. Así de seguro está de su amor por ti. O bueno, eso es lo que te dice.
Pasa el tiempo, se presentan conversaciones y situaciones que te hacen ver otro lado en él, el que tiene otras ideas para ti que las que estás expresando. El que ahora te necesita a ti así como tú lo necesitaste a él al principio. El que apaga tu chispa apenas se enciende. Pasan zumbando cada vez más moscas molestas, ya no las puedes ignorar.
Pasan muchas cosas, no puedes ni quieres recordarlas todas. Ahora, tú ya conoces su lado oscuro como nadie, ni su mamá ni sus hermanas, lo conocen. Incluso, si lo intuyen o lo han vislumbrado, lo han apartado de sus mentes y corazones, o en otros casos lo han normalizado, o justificado, o minimizado.
Con todos los demás es un amor, les habla con toda la delicadeza del mundo, se adapta sin cuestionar a sus necesidades, y hasta te pasa algunas porque él no puede solo. Nunca te consulta, solo da por hecho que lo apoyarás, sabe que querer salvarlo es tu debilidad.
Tú lo aceptas porque lo amas, y amas a su familia, quieres ser digna de ellos. Sabes que las personas que te quieren no siempre saben expresar su amor, como tu padre, que nunca fue demasiado cariñoso ni festejó demasiado tus excentricidades, pero sabes que te quiere, no puede no quererte. Ahora él es tu familia, el futuro padre de tus hijos. Sus hijos van a ser tan bellos… lo mejor de dos mundos.
Quieres ser mejor para que ya no vuelva a salir su ira, porque solo a ti te la muestra. Y cuando te conoció, no le salía para nada, entonces algo debes estar haciendo mal ahora. O no haciendo suficiente. A ninguna de sus novias anteriores les había pegado. Nadie, nunca, le había provocado tanta rabia como tú.
Te convences de que tú lo has hecho así. Tanto tiempo de estar contigo, de aguantarte, lo han convertido en alguien violento, lleno de rencor e impotencia. Al intentar ayudarle, al esforzarte por él, solo lo has confundido, perdido, aturdido. La primera vez que te violentó lo perdiste, no él a ti, porque perdiste su respeto, la posibilidad de ser vista como su igual. Mientras más te vuelves un hule que puede moldear y rebotar a su antojo, más crece su repulsión morbosa hacia ti.
Pruebas de todo, pero cada vez la cagas más y cada vez es más violento. Poco a poco, lo disocias como alguien que te hace sentir bien y se vuelve quien más te puede provocar dolor. Empiezas a apapacharte a ti misma pero te cuesta tanto, entre darle amor y recibir su odio no te queda energía para nada.
Empiezas a preguntarte qué clase de persona se expone a este tipo de abuso, sabes que estarías mejor sola, pero no puedes olvidar el amor que produjeron al principio. Era un elixir puro que desprendían los dos y los volvía mejores personas.
Te pide perdón, asume sus errores, y te promete que va a cambiar. Durante un rato es así. A veces tres días. A veces cinco. Invariablemente, viene la tormenta e invariablemente, lo vuelves a perdonar porque lo amas. Y porque todavía falta mucho para la vejez, y “mira cómo está intentando. Es una fruta que tardará en madurar pero valdrá la pena”, te convences.
Y así dejas pasar años de abuso como si fueran las noticias del clima, nada nuevo bajo el sol. Tu aislamiento se agudiza cada vez más, te marchitas prematuramente y vives cabizbaja. Ya no tiene que apagar tu chispa, tú lo haces sola. Eventualmente ya ni eso es necesario pues la chispa no se enciende.
O…
tomas la segunda opción: te arrancas al otro de la piel y sufres y lloras y se fragmenta tu psique y cambia tu cara, y cambia tu voz, y cambia tu forma de vestir, y cambian tus ideales, tus planes de vida, tu forma de amar, tu forma de besar, tu estilo de hombre (o incluso dejas a los hombres), y te dedicas a hacer de tu vida una apología del amor propio.