
¿Cuántas veces esto se ha repetido? Sales de tu casa, radiante, fresca, satisfecha. El ritual matutino entre tu madre y tú: todos los días, después de tomar el baño, ella cepilla tu cabello, como si fueras una niña, aún cuando ya eres una adolescente.
Te despides, le das un beso en la mejilla. Sales de casa, tomas del brazo a tu padre que se separará de ti unas cuadras posteriores. Es diciembre, hace frío, pero no te importa y bajas los cristales del auto que papá ya puso en marcha para dejarte en la escuela. Asomas la cabeza con precaución para usar el viento como ventilador, tu cabellera sigue húmeda por la ducha.
Frente al Instituto Tecnológico, antes de que tu padre arranque el automóvil de nuevo, retornas para decirle a gritos de lo que por poco olvidas.
− Llamaré más tarde para avisar a qué hora llego.
A lo lejos, él asiente con la cabeza. Te quedas tranquila.
Seis treinta y dos de la tarde, tu padre recibe la llamada vaticinada. ¿Podrá, tu protector infinito, recogerte en la plaza comercial en la que esperas? Él te ama, claro que lo hará, recién ha llegado del trabajo y dice que esperes ahí. No, te arrepientes de la petición, llegarás más rápido caminando, estás a unas cuantas cuadras de tu hogar y el tráfico es insoportable. Papá está de acuerdo, esperará sentado viendo el noticiero, llegarás pronto.
Tras tus pasos, un pensamiento: Joaquín y Silvia, tus hermanos menores, seguro están haciendo de las suyas en tu habitación, tendrás que acomodarla al llegar. ¡Cómo les gusta jugar con las figuritas de porcelana que coleccionas! Les has dicho una y otra vez que no tomen tus pertenencias acomodadas meticulosamente. Cuando abras la puerta de la casa ellos correrán a esconderse y alcanzarás a escuchar el camino de risas traviesas que dejan tras de sí y terminan abajo del desayunador, su refugio elegido cuando hacen travesuras.
Te interrumpen la escena, te borran el pensamiento. Ni si quiera eres capaz de enfocar la mirada a tu alrededor, no sabes qué está pasando. En un abrir y cerrar de ojos, yaces en el asiento trasero de un carro. Escuchas:
− Rápido, amárrale las manos.
− Tú maneja, pendejo.
− Apúrate, que no grite.
−A ver mamacita, ¡con un carajo! deja de gritar o te meto un plomazo.
Gritas, peleas, tu cuerpo es una secuencia de movimientos, no, no es una secuencia, es una lucha, tus movimientos motrices corresponden a la voluntad de vivir, te revuelcas contra los asientos. De tus piernas y brazos emerge una energía y fuerza que no reconoces en ti, pero no son suficientes para tus adversarios.
Te golpea y después de cada contusión, suplicas que te deje ir, que no te hagan daño, lo pides por favor. Tus palabras han sido ignoradas mil veces, mil veces ocurridas en la nada como el ruido del árbol vencido: “Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?”. Entonces, ¿qué pasa con tus alaridos de ayuda si nadie los percibe? Así son tus gritos, los gritos de otras tantas que ya no están.
− Esta vieja no se va a dejar.
− Es mejor que la mates y después le hacemos eso. Pero con pistola no, imbécil, se va a escuchar.
−No podemos hacer mucho en medio de la carretera, nos van a escuchar.
El sujeto que te ha lastimado pone una bolsa de plástico sobre tu cabeza, pero sigues respirando, luchas insistente. Tu lucha tiene nombres: Joaquín y Silvia te esperan en casa, retienes ese pensamiento, no los puedes abandonar ahora. Notas cómo aumenta la velocidad, eres testigo por la inercia absorbida por tu cuerpo.
− Abre la puerta, y mándala a chingar a su madre.
− ¿Aquí?
−Sí, aquí, ya no podemos avanzar más con ella, ¿quieres que nos atrapen?
El terror pone rígidos tus músculos. Escuchas por un segundo el sonido del viento y el motor de otros autos, sabes que han abierto la puerta. Caes en medio de la carretera, atada de manos y con la cara cubierta con la bolsa, sin posibilidad alguna de que amortigües la caída, tu cráneo azota en el pavimento. Todo se apaga, se apaga…
Contra su voluntad, un conductor de trasporte público golpea el bulto humano que es tu cuerpo, maltratado, violentado, roto, sin palpitar.
Días después, a orillas de la ciudad, encuentran abandonado el automóvil que ocuparon para raptarte. Identifican al propietario y, tras una serie de indagaciones, llegan a detener a uno de tus secuestradores. Algunos de tus cabellos encontrados en los asientos serán la evidencia para suponer que se trata de ti, de que ahí intentaron violarte.
El jefe del Ministerio Público dirá a tu familia que es una evidencia firme pero no suficiente para poner preso al sospechoso. Dirá que, aunque el estudio microscópico de los cabellos corrobora que son los tuyos, existen altas posibilidades de hallar similitudes entre cabellos de diferentes individuos de varias partes del mundo.
Dejarán libre al culpable y tu madre pensará que es una mala broma, una locura. Dirá que tu cabello es inconfundible, ella se los podía demostrar, lo conocía tan bien, de cepillarlo todas las mañanas.