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La mujer de arena

La mujer de arena

Claudia Gschwend FemFutura cuento Alisa de León

Allí, en medio del desierto, perdido entre las montañas doradas de arena, otro mercader se había atrevido a intentar cruzar el Valle de los Eternos. Cargaba sus rollos de seda cuidadosamente envueltos dentro de vasijas de barro. Su destino lo esperaba del otro lado, no podía darse el lujo de arriesgarlo, una sola noche en el valle tardaría en alcanzarlo.

El frío de la noche comenzó a congelar poco a poco la arena y el viento disipó el fuego que iluminaba el pequeño campamento. El aire se espesó y el mercader despertó, le era difícil respirar, sus pulmones pesaban el doble y se le dificultaba moverse libremente.

Algo lo estaba acechando, una respiración en su cuello lo confirmó, repentinamente se convirtió en una presa a mitad de su camino. A juicio de la luna, el valiente mercader había terminado su cometido.

Un ronroneo delicado le hizo por fin enfrentarse a la oscuridad, un color azul destellaba intensamente de los ojos de un lobo negro cuyo pelaje se movía con el viento bajo los rayos de luz que emanaba la luna. Esta luz poco a poco iluminaba el desierto, un espectáculo estaba apunto de comenzar, un evento al que ni siquiera los astros se podían negar.

La arena se pegaba a la piel del pequeño hombre que, maravillado, observaba cómo los granos se convertían en oro muy fino y delgado. La piel de sus manos brillaba con un color hermoso que conquistaba sus ojos. El aullido del lobo quebró el silencio del desierto y fue entonces cuando el mercader lo supo: reunió todas sus fuerzas y decidió enfrentar al animal.

El lobo lo observaba en completo silencio, retándolo a quedarse para ser testigo de la belleza que envidiaban las estrellas. Fue un pacto en silencio, el mercader, como varias veces antes, aceptó. Fue entonces cuando el tiempo se detuvo. La gravedad se hizo a un lado y las estrellas ansiosas miraban lo sucedido.

La arena se levantó poco a poco dibujando con ella la piel de una mujer que se movía al sonido del viento. Su piel brillaba dorado, su pecho reflejaba la luz de la luna y su vientre danzaba al ritmo del fuego que encendía la arena. Su baile era una adicción, una vez que la veías podías perder la razón.

Era una mujer tan hermosa que el universo le hacía reverencias. La luna estaba en sus manos y el sol en sus labios. En el Valle de los Eternos, con la luna en el cielo, el alma más peligrosa había bajado. Una vez que la veías tu destino estaba marcado.

Su baile, sus labios, sus ojos, su piel, sus manos, jamás el recuerdo se desvanecerá de la memoria. Eso se decía en los alrededores, que la hija de la luna se tatuaba en el alma de quienes la veían a la cara. El mercader la vio a los ojos y su alma se derrumbó. Sabía que jamás sería suya, observó las estrellas en el firmamento pero la vista le fue obstruida por ella, por sus labios, tan perfectos, tan hermosos, tan impuros.

Pero el mercader era valiente, sus ojos se cerraron inmediatamente. No era un explorador nuevo en el lugar, era un viajero experimentado. No era la primera vez que se perdía en la luz de la piel de la mujer, su travesía a través de la vida le había enseñado que el camino no era nuevo y ya estaba trazado, era un mercader más que se había aventurado.

Tomó sus rollos de seda contra su cuerpo y los abrazó contra su pecho, cerró sus ojos y le dio la espalda guardando la calma. A la mañana siguiente, al salir el sol, la mujer no estaría, el mercader lo sabía.

Así durmió mientras las estrellas observaban la belleza del alma que la arena se llevaba, así sobrevivió entre la devoción que tanto le costó aceptar. Al final él era el único que podía cruzar. Si hubiera corrido o atacado sabría que no tendría esos espectáculos. Una ánima como esa jamás ha errado, y es que al final es mejor cruzar y no ser dañado, que aferrarse a la idea de la luna y la mujer ideal.

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