A Leonor la conocí un día en el parque Juárez en Xalapa. Cuando la vi comencé a seguirla porque quería fotografiarla, así que fui detrás de ella. Vestía multicolor, elegante. Minutos después me senté en una banca y ella se sentó cerca de mí.
Volteó a verme y me dijo: “A veces sale más barato comer en la calle. Solo gasté 15 pesitos y me compré un volován y un refresquito”.
Le pregunté su nombre y me contestó: “Yo me llamo Leonor, mujer de honor”. Hablamos un poco, me contó que le gustaba ir al parque para ver a la gente, a los niños, a los patinadores que estaban locos. Me contó sobre su vida, sobre su esposo que la había engañado en los últimos años de su vida.
Llevaba unos aretes de flores rojas y unos anillos que mencionó haber hecho con “la porqueria” que se había encontrado en la calle. Después de unos minutos le pregunté si podía fotografiarla, a lo que respondió: “Ay, para qué quieres una foto mía si yo ya estoy vieja”.
Pero insistí un poco y accedió. Saqué la cámara, fotografié sus manos y le hice un par de retratos aprovechando que se asomaba el sol y una luz muy suave le acariciaba la cara.
Tiempo después revelé el rollo. Para mi sorpresa no había nada, todo transparente, ni una señal de que se hubiera velado, nada.
Con el celular tomé un par de fotografías de ella y guardo sus retratos en mi memoria esperando aún siga dedicándose por las tardes al bello oficio de observar.

(Ver una fotografía de Graciela Iturbide me hizo recordarla y contar su historia).