Los pintores siempre buscan el mar, le buscan los ojos, la boca, las ganas. Le buscan el deseo de devorarnos y escupirnos nuevos y brillantes. Los pintores saben lo insuficientes que le resultan nuestros diminutos pies al visitarlo. No es que no toquemos la arena la cantidad de veces necesaria, es que el mar nunca se cansa de lamernos. Por eso los pintores lo buscan. Quieren robarle los secretos y el tiempo, como si supieran que en el fondo se encuentran todas las verdades que no hemos sido capaces de decirnos. Algunos lo pintan con sus propias aguas, otros con lágrimas, otros con nada (suelen ser los más acertados); pero todos lo buscan, como si el mar los llamara, como si quisiera llenarles los pinceles de agua fresca y salada.
El hombre del voy a hablarles se mudó al mar por la misma razón por la que se mudan al mar todos los pintores y todos los hombres: la luz. No hay otro lugar donde puedan encontrarse más tonalidades que en el juego de aguas y soles que se esparce entre la arena y las nubes.
A los hombres nos gustan las luces, nos gusta sentir, que más allá de nosotros mismos (siempre más allá) hay algo que es capaz de iluminarnos.
Sabía tanto de colores que se dedicaba a pintar retratos. Él los llamaba así, aunque no estaba seguro de que lo fueran y la gente le decía que no. Era un pintor de reflejos y luces, los que acompañan al rostro y le dan vida.
Pintaba, por ejemplo, el sonrojo del amor, que se parece mucho al del frío si no se usan los colores a tiempo. Lo blanco del hambre y del miedo, que algunos llaman palidez y a él le gusta llamarle velo. El añil de la tristeza que llega a simular al de la muerte, pero tiene un tono más oscuro. Sabía distinguir entre el rosa de la vergüenza y el de la pena, y que la culpa tiene tantos colores que resulta casi imposible de pintar.
Pintaba eso, los tonos que veía, nada más. Creía que lo que diferenciaba los rostros era el modo en que se iluminaban y no sus rasgos, pero la gente no lo entendía y se molestaban al ver que su retrato estaba lleno de manchas. Ellos querían verse (y lo hacían), sin entender que justamente eran lo que sus colores les mostraban.
Los rostros de los hombres, al igual que los del mar, tienen infinidad de tonos, pero, al contrario de este, pocas veces nos aventuramos a mostrarlos todos, solemos tenernos miedo.
Había usado todos los colores que poseía, a excepción del dorado. Llevaba años sabiendo dónde y cómo usarlo, era el color, pensaba, de las tardes de verano en las que los ojos se llenan de sol y de sueños. Nunca había encontrado un rostro en el que no se viera forzado y lo había mantenido guardado esperando a que llegaran los ojos indicados.
Los hombres siempre esperan (esperamos).
Era un hombre extraño y su forma de pintar no lo era menos. El retratado debía mantener los ojos cerrados hasta que él se lo indicara. Había aprendido que un simple cruce de miradas invade todos los recuerdos cambiando por completo los colores del rostro y es necesario volver a empezar.
Pensaba que nuestros verdaderos tonos solo están presentes cuando nos miramos a nosotros mismos y que el segundo en el que abrimos los ojos, después de un largo rato de mantenerlos cerrados, es nuestro regalo de luz al mundo; el instante de colores que hemos guardado para él.
Pensaba también que cuando encontrara a la mujer de su vida esperaría todas las mañanas a que ella despertara para abrir los ojos y así regalarle todos los colores de su noche.
Conoció y perdió a la mujer de su vida el mismo día que decidió ir al mar. Terminaba de puntear los verdes y violetas que rodean las pestañas cuando dio la instrucción: –Ya puede abrirlos–, aunque él juraba que sólo le había pedido que abriera los ojos, sintió que ella había abierto el mundo.
Su mano en busca del tubo dorado y con toda la prisa que inunda lo inesperado cazó y plasmó todos los destellos que habían salido de aquellos ojos. Los hizo suyos pincelada tras pincelada hasta que supo que no había en su retrato nada que pudiera traicionar el regalo que acababa de recibir. Cuando volteó a ver a la mujer ella se había ido.
Sabía que el único lugar donde había visto un dorado como aquel había sido el mar. Tomó su cuadro, sus pinturas y pinceles y llegó aquí, con nosotros, una extraña comunidad de cazadores: un escritor al que le estalló una mujer en el pecho, una mujer que espera, un músico de silencios y yo, que llevo años desgastándome las manos tratando de esculpir el mar.
El hombre del que les he hablado se convirtió en un gran amigo. Al irse me dejó su pintura dorada, por si acaso un día, con mi escultura, lograra abrirle los ojos al mar.
Muy bueno. Se les pasó un ‘que’ en el segundo párrafo, “el hombre del voy a hablarles”…