Siempre se ha dicho que ser cocinero es difícil, por el tiempo invertido para obtener las habilidades y conocimientos que te validan en el ámbito gastronómico, pero también por las jerarquías, el ambiente competitivo, los títulos.
La gastronomía proviene de tradiciones, en México ya había un sistema con cocineras mucho antes de aprender la estructurada por los franceses, aquí ya había cocineras mujeres, pero eso lo olvidan nuestras universidades, instituciones enfocadas en enseñar lo que es ser chef y con teorías prácticas bajo términos en francés.
Yo como mexicana no entendía para que me servían algunas denominaciones e incluso me parecía que varias de ellas no organizaban la cocina, sino que la dividían o creaban distancias entre el equipo. Al terminar esa educación no le di muchas vueltas y me gradué sintiéndome lista para enfrentarme a la vida laboral, vivir lejos de casa, pagarme mi vida siendo cocinera.
La primera vez que salí de casa me fui a Hermosillo, Sonora. Vivía con unas amigas, preparaba mariscos y me gustaba mi vida allá. Estaba aprendiendo a sobrellevar los problemas cotidianos y aprender de todos, de todo.
Uno de mis descubrimiento inmediatos fue que no me recibían muy bien en las cocinas cuando se enteraban de mis estudios universitarios, lejos de ser un mérito era motivo de discriminación de parte de mis compañeros.
Cada cocina cuenta con su propio conocimiento, es por ello que chefs y estudiantes buscan constantemente entrar en ellas para ampliar sus experiencias y conocimiento. No obstante si llegas con un título universitario siendo mujer causas desconfianza. El ambiente se vuelve tóxico por estas jerarquías y sospechas infundadas, hecho que se vuelve más pesado en las cocinas de vanguardia.
Aquí se aprovechan del deseo de aprender de los cocineros para pagarles poco, ganado mucho por su labor de rescate de las raíces culturales, cuando en muchas de ellas lo que en verdad se fomenta es la apropiación cultural y la reproducción de sus productos con personas que compiten por brillar más ante los ojos de alguien que tendrá el completo reconocimiento afuera del restaurante.
No es fácil pero las oportunidades se buscan. Encontré una y llegué a Puebla de Zaragoza, a una cocina oaxaqueña. Emocionada como cualquier aprendiz, en medio de una bomba de nuevos sabores, colores, todo me parecía distinto. Entendí que el México Norte y México Sur son dos mundos diferentes.
Al llegar me dieron supuestamente el puesto de subchef. Iba a colaborar con un chef oaxaqueño al cual yo seguía por redes sociales por pertenecer al Centro de Investigación Gastronómica en México. Yo le admiraba, seguía su trabajo. Por esta oportunidad dejé todo lo que conocía, pensé que cambiar mi vida valía el sueño de ser chef. Después de todo, la vida es arriesgarse.
El cambio fue tan rápido que sin un cuarto de Airbnb no lo hubiera logrado en un primer momento, pero mi horario fijo de 12 horas de trabajo sin gozo de descanso me imposibilitó durante meses el poder conseguir una verdadera casa. Además me pagaban un salario mínimo. ¿Aceptar estas condiciones es arriesgarse a conseguir un sueño? Fue una tortura. Aún ahora no sé como aguanté, cómo resistí física y económicamente al abuso normalizado.
Luego me cuestioné lo mismo, ya no como chef, sino como una mujer estudiada. Me lo cuestioné desde el feminismo. Reconocí que las cocinas, tal cual las conocemos, son ambientes creados por hombres y para hombres. Por esta razón renuncié, ahí perdía más que ganar.
Estaba deprimida, dormía mucho. Recordaba constantemente como en ese mismo restaurante contrataron a un excompañero de la universidad, quien desde su privilegio de hombre adinerado invalidaba mis acciones y decisiones laborales y personales. Además, a él le pagaban más y tenían más consideraciones. Mientras yo me esforzaba por encajar y ser exitosa él podía seguir en actitudes inmaduras y tener más oportunidades que yo.
Me aguanté porque quería demostrar que yo sí podía, hasta que me harté y entendí que el mundo está hecho para ellos, a quienes no tengo nada que demostrarles. Me entró la idea de que ese no era mi tipo de cocina, entonces me metí a la cocina industrial, en una franquicia de La Parroquia. Me adapte rápido, ahí fue la primera vez que no dije que soy licenciada.
Recibía más dinero, no vivía tan limitada en gastos, tenía compañeros sin competir. Mi jornada de 8 horas me retribuía lo mismo que las 14 horas en restaurantes de alta cocina. Aún con todo el panorama seguían mis ganas de hacer todo lo que había soñado, estar y aprender en una cocina única. Aunque en realidad lo que más deseaba era recuperar mi amor propio, sentir que mi trabajo valía, que yo valgo. Sabía que regresar a ese ritmo sería aceptar comer de forma no nutritiva, hay desvelos, violencia verbal y explotación.
Por eso cuando acepté nuevamente el llamado de otro chef oaxaqueño, ahora sí en Oaxaca, me sentí de alguna manera triste. Ya no sentí la adrenalina de arriesgarme por un sueño sino a exponerme a una nueva humillación, cosa que efectivamente volvió a suceder.
Fue en un día sin esperarlo que recibí un mensaje texto del chef Rodolfo Castellanos, chef de Origen, para invitarme a ser parte se su cocina. Nuevamente, en unos días ya estaba en Oaxaca, con casa y trabajo. A pesar de que el recibimiento fue cálido, una vez estando en la cocina fui descubriendo cosas que no estaban bien, sin capacitación del puesto estuve en línea pero nadie se ofrecía a ayudarme.
De nuevo las 14 horas, los gritos, la competencia. Empezar de cero en el sistema que me rechazaba. Sin estar capacitada me enfrenté a jerarquías más marcadas que en mis experiencias pasadas. Competencias no solo de egos, sino por la búsqueda de la aprobación masculina del chef a las cocineras.
Aún cuando ellas tienen áreas a cargo siguen reproduciendo el machismo. Yo no seguí ese juego, decidí no hacerlo y me corrieron a la semana. Para ellos las personas somos un mueble más. Defraudada y sin certeza mis inseguridades resurgieron. No tenía ganas de intentarlo pero ya estaba ahí y pensé que no me podría ir peor. Fui contratada en una barra verde de mujeres. Había encontrado el horario ideal, pago y ambiente. Al poco tiempo la empresa quebró.
Cansada de los nuevos comienzos fue que entré a un restaurante familiar. En este lugar conocí la figura de las mayoras, cocineras tradicionales oaxaqueñas que poseen los conocimientos y recetas, descendientes de una línea de mujeres cocineras. Debo decir que tuve otra decepción al ver que ellas también rivalizan por ser la favorita del patrón, llegando a invalidarme, usando como pretexto mi juventud o mi origen. Las mayoras que conocí (no hablaré por las que no conozco) se han insertado al mismo sistema y repiten los mismos patrones.
A lo largo de este tiempo me he preguntado si en verdad hago mal mi trabajo y si ese es el verdadero motivo por el cual no logro encajar. Pero en realidad no puedo normalizar que las personas te hagan sentir mal por ideas injustificadas, por verte como contrincante a un puesto al que en realidad una no aspira o deseas, sobre todo que te traten mal si creen que tú has obtenido tus cosas más fácil que ellos.
Te dejan claro que no perteneces y te hacen sentir que te están haciendo un favor al recibirte en su cocina. Lo que les quiero decir es que no por que no hayas tenido la experiencia que otros no significa que tu trabajo sea malo. He aprendido que ser cocinera es solo un fragmento de lo que eres, es tu profesión pero no te define.
Si tú te encuentras en una situación parecida puedo decir que estamos lejos de tener el control de muchas de las cosas que nos pasan, aún así les recomiendo confiar en su intuición, observar y encontrar a quienes se salen de este sistema para hacer alianzas, solo así lograremos que esto se caiga y recordaremos que la revolución será afectiva.