Si ya con el título pensaste “¡qué malinchista!” te invito a no seguir leyendo. Esto es solo un breve análisis de las razones personales que me llevaron a tal conclusión. Total, cada quien cuenta cómo le fue en la feria y a cinco años de conocer a mi actual pareja, considero que es válido un tratamiento del tema.
Empecemos recordando, porque así se vuelve a vivir. Aunque nunca fui de tener novios, sí me atraía uno que otro niño desde pequeña. Hubo muchos factores que me pusieron en desventaja al momento de convertirme en una adolescente. Por ejemplo, mi estatura, creo que fue mi peor trauma hasta que aprendí a aceptarla.
No tengo idea del promedio de estatura femenina en México, pero mi uno setenta y tantos va más allá, todos los niños que me gustaban eran de menor estatura y, claro está, nadie, ningún hombre se iba a fijar en una mujer más alta que él, al menos no un mexicano acomplejado. Así que antes de buscar un buen partido, tenía que ver que fuera más alto que yo. Medía estaturas, no sentimientos. De esta manera pasó mi tortuosa adolescencia, donde los rechazos ya eran cosa de todos los días, después de todo soy una mexicana más de cabello castaño y ojos cafés que, aunque quería pasar desapercibida, mi estatura me delataba, la cabeza siempre sobresalía.
Pues ya saben entonces que pasé un largo período de mi vida “sola”, porque uno es llamado así al decidir llevar esta fiesta en paz sin relaciones absurdas. No lo digo nomás porque sí, lo veía todo el tiempo. ¿Cómo es que alguien puede perder su esencia y personalidad por una relación? También me pasó, pero no con cada novio que tuve. Observaba que mis amigas no terminaban a uno hasta que ya tenían al siguiente asegurado. Es decir, nunca estaban “solas” y con cada novio era nueva forma de vestir, nueva música, nuevos pasatiempos, nuevos intereses y hasta nuevas ideologías.
¿Por qué absorbían la personalidad de sus parejas? ¿Por qué siempre seguían el mismo patrón? Las relaciones empezaban por traiciones, infidelidades, inseguridades… al principio todo era felicidad, amor, lujuria, hasta tornarse enfermizo, sádico, cruel. Vivía sus duelos de lejitos, ya me había cansado de dar consejos y estar siempre ahí para al final terminar siendo la solterona que no entendía nada de amor.
Lo que pasó en esos años de “soledad” fue la construcción de mi propia personalidad, mis ideas y filosofías que me negaba a compartir con quien tuviera miedo de hablarme en alguna fiesta. La inseguridad, posesión y celos parecían ser normal en las relaciones, crecí creyendo algo incorrecto.
En este punto del texto no he indagado en si son mexicanos o noruegos o rusos o lo que sea, quizá es nada más una cosa de hombres, pero mis relaciones con hombres mexicanos fueron un desastre. Empezando por las mamás. ¿Solo los mexicanos padecen mamitis? Y, ¿qué decir del machismo? De una u otra forma todos lo llevan, hasta en su más mínima expresión: con un comentario hacia las mujeres, hacia sus propias parejas. No veía respeto mutuo y se hacían los románticos para engañar: “¡Si de verdad me amas vas a venir a verme!” “¿No ves que estoy sufriendo por ti?” “¡Deja de hablarle a tus amigos hombres! ¿No ves que te amo?” “¿No ves todo el daño que me has causado?”.
Con el tiempo y la madurez comprendí que las actitudes infantiles de algún exnovio eran conductas de violencia de género, que, claro, nosotras, las mujeres mexicanas enamoradas (y en general las mujeres), consideramos románticas y necesarias en una relación para que fluya todo de una manera pacífica. Hay chantaje, mentiras, inseguridad, miedo, más mentiras, más chantaje y al final una siempre tiene la culpa.
Pasé entonces un largo tiempo de mi vida a solas, sin pareja, pero eso no quiere decir que dejara de conocer hombres. Por esos años, a mis diecisiete, dieciocho, tenía muchos amigos-conocidos. Me gustaba escuchar sus pláticas sobre mujeres; así como yo medía estaturas, ellos medían atributos femeninos y muy pocas veces admitían querer a alguna novia. Aprendí de las dinámicas masculinas y me divertía inventando teorías absurdas sobre relaciones de pareja, pero muy en el fondo quería enamorarme locamente de alguien.
Haber crecido con las ideas de que una mujer calladita se ve más bonita, eso no es de señoritas, no hay que hacerla de emoción, hay que presentarle un novio a la familia sino piensan que eres lesbiana, solo me perjudicaron y confundieron más. Desde niña había sido una rebelde de corazón que se preguntaba “por qué si los hombres podían hacerlo, ¿yo no?” Y así encontrarían a una Dulce en la calle rascándose un seno porque “pues los hombres se rascan los huevos en público, ¿por qué yo no puedo rascarme aquí si tengo comezón?”. Soy egoísta y narcisista y todo gira en torno a mí, myself, ich.
Tantas ideas locas me calentaron la cabeza hasta que allá arriba algo hizo corto circuito y dejé de pensar en mí. Me volví una persona muy insegura que buscaba la aceptación de algún hombre para poder sentirme, finalmente, amada y no estar sola. ¿Habrá sido la presión social? Consideraban que tenía “mala suerte” para el amor.
Me dediqué a la búsqueda de aprobación, no había nadie que pudiera decirme que era lo suficientemente buena, a nadie le importaba cómo pensaba y supongo que en aquel momento de mi vida dejé que el aire me llevara flotando hasta que me perdí. Dejé de ser yo para convertirme en la novia de alguien más, dejé a mis amigos de lado, mi carrera, mi familia, para complacer las inseguridades absurdas de un hijo de mami. Estaba en un trance estúpido donde por fin se hacían realidad esas pesadillas incongruentes y vivía los mismos infiernos que mis colegas mujeres ya habían enfrentado.
La única luz que me mantuvo cuerda fue el viaje que quería realizar: Alemania. A pesar de todos los daños colaterales, seguía esa llamita encendida. Ya sé que podría parecer que ese país me salvó la vida, pero no fue así. Véanlo como quieran. Desde México pude rescatarme y aquí sólo vine a encontrar a la mujer que fui antes.
A mis veintiuno ya sabía lo que quería y, muy a mi pesar y el de mi familia, también sabía que en México ya no podría encontrarlo. Con esto no quiero decir que todos los mexicanos sean machistas, malos y con mamitis, a lo que voy es que no estaba dispuesta a comenzar otra relación donde me interrogaran sobre el pasado. Deseaba encontrarme con alguien nuevo, limpio, sin prejuicios, divertido, alto y que además fuera guapo. Una y sus expectativas en el amor…
Entonces apareció él. Cuando ya había decidido realizar el viaje de mi vida, conocer y experimentar con otras nacionalidades muy ajenas a la mía, con otras mentalidades, estuvo él. El más valiente y noble, el único hombre que, literalmente, cruzó un océano para verme.
El que me dice que hable, que opine, que le diga lo que no me gusta, que soy libre de hacer lo que se me antoje, que un domingo por la mañana me invita a sentarme a escribir mientras él prepara café y limpia la casa, el que no conoce el machismo porque creció sabiendo que hombres y mujeres somos iguales, el que no me tacha de puta por tener amigos hombres y me respeta.
Así aprendí que el amor no consiste en posesión, sino en respeto. Respeto y más respeto.
La satisfacción que siento es inmensa: todos los días estar junto a una persona que ha sido capaz de abrir su mente para aprender no solo mi idioma, sino todo lo relacionado a mi cultura. Y viceversa. Un matrimonio así está lleno de complicaciones como cualquier otro, y me atrevería a decir que hasta más, porque se mezclan dos culturas bien diferentes.
Lo conocí y no lo amé al instante, han pasado varios años de trabajo mutuo donde aventuras y viajes nos han unido más. Mientras lo iba conociendo solo pude pensar “este es el bueno, el mero, mero”. Un hombre así que me ha demostrado ser incondicional vino para quedarse. Solo que en esta historia de amor, fui yo quien rescató al príncipe. Yo ya había sido salvada.
Estoy con un hombre a quien admiro como lo hago con poquísimas personas, por eso debía ser mi compañero. No dudo que existan mexicanos que sean igual o mejores que mi amado, pero yo ya no estaba para eso, quería aprender desde cero con alguien espontáneo que no tratara de impresionarme, ni de poseerme.