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Mujeres de derecha de Andrea Dworkin, pte. 3: la crisis de la derecha

Mujeres de derecha de Andrea Dworkin, pte. 3: la crisis de la derecha

Esta es la última de tres entregas de una selección de fragmentos que traduje del capítulo “Aborto” del libro Right Wing Women: The politics of domesticated females (Mujeres de Derecha: las políticas de la mujer domesticada) de la feminista Andrea Dworkin, publicado en 1978 en Estados Unidos.

El primer fragmento trató sobre el estigma del aborto, principalmente la razón por la cual tantas mujeres le rehúyen al tema y niegan o callan sus abortos.

La segunda entrega tiene como tema la revolución sexual ligada al movimiento hippie antibélico y antiimperialista que fue un antecedente importante de la lucha por el aborto legal en Estados Unidos. 

Esta última sección vuelve a la derecha para analizar a las mujeres (blancas y cristianas) que estaba en crisis después de la Segunda Guerra Mundial con la entrada masiva de las mujeres de clase media y alta a las universidades y lugares de trabajo, y posteriormente el movimiento hippie y la “revolución sexual”, así como la masificación de la televisión y la industria de la mercadotecnia.

Después de narrarnos la historia de sus hijas liberales, vuelve a las madres conservadoras con quienes se implicaron en tantos dramas de rivalidad y traición, dramas muy vigentes en Latinoamérica.

Su análisis nos proporciona un entendimiento que, como un bálsamo, nos limpia de culpas y confusiones que teníamos atoradas respecto a nuestras propias conductas y las de otras mujeres, como nuestras madres, amigas e incluso mujeres de la vida pública. Sin justificar sus violencias ni romantizarlas, nos da un por qué.

El análisis desentraña el terrorismo psicológico al que hemos sido sometidas las mujeres como colectivo desde la crianza hasta la memoria histórica que nos da a conocer que tenemos dos únicos destinos posibles: ser esposas o putas.

Para Andrea Dworkin, ninguna de las opciones es buena, pero para las mujeres de derecha, ser esposa es la única opción que se atreven a considerar. La madre tradicional está en un dilema constante porque conoce en carne propia las violencias y los callejones sin salida de la maternidad y el matrimonio y al mismo tiempo considera que es mejor “mal conocido que por conocer”, así que entrena a su hija para amar y a la vez temer a los hombres, para entregarse a un solo hombre y así no estar a merced de todos juntos. 

La misoginia interiorizada de la mayoría de las mujeres mexicanas también es evidente y la mayoría entramos a grandes rasgos en una de las dos categorías expuestas por Dworkin: o somos machistas, reprimidas y conservadoras o somos ingenuas que creemos que los hombres son nuestros compañeros de lucha y que la liberación está en coger más, más duro y con más parejas.

La tercera vía es la vía feminista, que aunque crece en popularidad, nombrarse feminista no es equivalente a ser consciente de y cuestionar todo lo impuesto. No es sinónimo de congruencia, ni es garantía de haber desarticulado nuestra complicidad con el patriarcado.

Esto no quiere decir que debemos ponernos estándares imposibles de alcanzar y juzgar a las que no los alcanzan tan severamente como nos juzgamos a nosotras mismas, solo quiere decir que no tenemos que autoengañarnos para hacer menos dolorosa la realidad: podemos con la realidad, somos fuertes, la verdad nos hace cuerdas.

Incluso las feministas con un camino andado cargan con los fantasmas de estas limitadas formas de ser mujer que han sido nuestras únicas posibilidades hasta hace muy poco, lo que las distingue es que los pueden nombrar y no se identifican con ellos.

Con esta reflexión les dejo la última traducción de esta entrega:

Parte 3 – Las mujeres de derecha 1

Cada madre es una juez que condena a los hijos por los pecados del padre. 

Rebecca West, El juez

Las jóvenes de los años sesenta tenían madres que predijeron, insistieron y alegaron que saldrían lastimadas; pero no decían cómo ni por qué. En su mayoría, las madres parecían ser conservadoras sexualmente: sostenían el sistema matrimonial como un ideal social y callaban respecto al sexo que ocurría en su interior.

El sexo era un deber dentro del matrimonio; la actitud de una esposa hacia él era irrelevante salvo que causara problemas, se volviera loca o fuera infiel. Las madres tenían que enseñarle a sus hijas a querer a los hombres como clase –a ser receptivas, cálidas con los hombres –y al mismo tiempo a no tener sexo. Ya que los hombres en su gran mayoría querían a las mujeres para tener sexo, era difícil para las chicas entender cómo querer a los chicos y a los hombres sin también desear el sexo que ellos deseaban. 

A las chicas les dijeron cosas bonitas sobre la sexualidad humana y también les dijeron que les costaría la vida –de alguna u otra forma. Las madres manejaban una línea dura: tener una buena actitud con las niñas, pero desalentarlas.

La crueldad de la ambivalencia se comunicaba sola, pero la generosidad de  la intención no: las madres intentaban proteger a sus hijas de muchos hombres para dirigirlas hacia uno; las madres intentaban proteger a sus hijas consiguiendo que cumplieran con lo necesario dentro del sistema masculino sin nunca explicarles por qué.

No tenían vocabulario para el por qué – por qué el sexo dentro del matrimonio era bueno pero fuera del matrimonio era malo, por qué más de un hombre convertía a una mujer amorosa en una puta, por qué la lepra y el parálisis eran condiciones preferibles a un embarazo fuera del matrimonio. Podían lanzar refranes, pero no tenían ningún otro discurso. El silencio respecto al sexo en el matrimonio también era la única manera de evitar revelaciones aterradoras –revelaciones sobre la calidad de vida de las propias madres

La sumisión o conformidad sexual era presentada como la función natural de la esposa y también su respuesta natural a su circunstancia sexual. Esa conformidad nunca era vista o presentada como el resultado de una imposición real, una imposición amenazada, una imposición posible, o un callejón sin salida social y sexual. Siempre ha sido esencial mantener a las mujeres ocupadas con los detalles de la sumisión para distraer su atención de la naturaleza de la imposición –especialmente la imposición sexual que requiere de sumisión sexual. 

Las madres no pudieron apagar el entusiasmo de la liberación sexual –su energía, su esperanza, su brillante promesa de igualdad sexual –porque no podían o no estaban dispuestas a contar lo que conocían sobre la naturaleza y la calidad de la sexualidad masculina como la habían experimentado, como se practicó en ellas en el matrimonio.

Conocían la lógica simple de la promiscuidad, que las jóvenes no conocían: lo que un hombre puede hacer, diez hombres pueden hacer por diez. Las jóvenes no entendían esa lógica porque las jóvenes no eran del todo conscientes de lo que un hombre podía hacer. Y las madres no lograron convencerlas porque la única vida que ofrecían era una versión repetida de la suya: y las jóvenes estaban lo suficientemente cerca para sentir la tristeza inconsolable y la fatiga mortal de esas vidas, aunque no supieran cómo o por qué mamá había llegado a estar así. 

Las jóvenes, que aprendieron bien de sus madres a amar a los hombres por ser hombres, escogieron a los chicos con flores en el pelo por encima de sus madres: no buscaron esposos (padres) como dictaba la convención sino hermanos (amantes) como dictaba la rebeldía.

Las hijas interpretaron el tenso silencio de sus madres en torno al sexo como un repudio del placer sexual, no como una evaluación honesta si bien desarticulada de su experiencia. No reconocían ningún componente objetivo detrás de su desdeño, desaprobación y repugnancia asociada al sexo. Lo que sus madres no pudieron decirles no pudieron entender. Repudiaron el supuesto conservadurismo sexual de sus madres a cambio del llamado radicalismo sexual: más hombres, más sexo, más libertad. 

Las chicas de la contracultura de la izquierda estaban equivocadas: no en relación a los derechos civiles ni la guerra de Vietnam o el imperialismo en Amérika, sino en relación al sexo y a los hombres. Sería justo afirmar que el silencio de las madres escondía un conocimiento real, crudo, no sentimental de los hombres y el sexo y que la ruidosa sexualidad de las hijas ocultaba ignorancia romántica.

Los tiempos han cambiado. El silencio ha estallado –o partes del él han estallado. Las mujeres de derecha que defienden la familia tradicional son públicas; hablan fuerte y son muchas. Especialmente se pronuncian sobre el aborto, que detestan; y lo que tienen que decir sobre el aborto tiene que ver con lo que conocen del sexo. Conocen algunas cosas muy horribles. Las mujeres de derecha constantemente denuncian el aborto porque lo ven inextricablemente ligado a la degradación sexual de las mujeres. Los años no las pasaron de largo simplemente. 

Aprendieron de lo que vieron. Vieron el cínico uso masculino del aborto para que las mujeres fueran más fáciles de llevar a la cama –primero el uso político del tema y luego, después de la legalización, la aplicación del procedimiento médico.

Cuando el aborto fue legal, vieron un movimiento social masivo para asegurar el acceso sexual de las mujeres en términos masculinos –el auge de la pornografía; y en efecto, relacionaron ambos asuntos y no por motivos de histeria. El aborto, dicen, florece en una sociedad pornográfica; la pornografía, dicen, florece en lo que llaman una sociedad abortista. A lo que se refieren es que ambas reducen a la mujer al sexo. Han visto que la Izquierda sólo defiende a las mujeres en sus propios términos –como objetos sexuales; les parece tantito más generosa la oferta de la derecha. 

No les emociona la promesa del aborto como una elección, como autodeterminación sexual, como el control de una mujer sobre su propio cuerpo, porque saben que la promesa no vale: mientras los hombres tengan el poder sobre las mujeres, los hombres no permitirán el aborto ni nada bajo esos términos.

Las mujeres de derecha ven en la promiscuidad, que el aborto legal facilita, la generalización de la dominación masculina. Perciben la dominación en el matrimonio como algo esencialmente contenible –contenible dentro del matrimonio, limitado a un hombre a la vez. Intentan “manejarlo”. Esa limitación –un hombre a la vez—la ven como una protección necesaria de los múltiples hombres que harían lo mismo y para quienes ellas estarían disponibles en términos de liberación sexual –términos fortalecidos y hechos genuinamente posibles gracias al derecho al aborto.

Con todo y que ahora hablan en público, continúan con el tradicional silencio de las mujeres porque siguen guardando silencio sobre el sexo forzado en el matrimonio: pero todo lo que hacen está predicado en un conocimiento de él, en negarse a la idea de que más dominación es mejor que menos dominación –y más hombres significa más dominación para ellas.

Las mujeres de derecha acusan a las feministas de hipocresía y crueldad al abogar por el aborto legal porque el aborto, como ellas lo ven, las vuelve accesibles sexualmente sin consecuencias para los hombres. Desde su punto de vista, el embarazo es la única consecuencia del sexo que obliga a los hombres a rendir cuentas a las mujeres por lo que les hacen. Sin el embarazo como inevitabilidad, una mujer es desprovista de su razón más convincente para no tener sexo. La oposición a los anticonceptivos se basa en este mismo principio. 

Las mujeres de derecha vieron el cinismo de la Izquierda al usar el aborto para hacer más sexualmente disponibles a las mujeres y también vieron a la Izquierda masculina abandonar a las mujeres que dijeron que no. Ellas saben que los hombres no tienen principios o agendas políticas no congruentes con el sexo que desean.

Saben que el aborto en términos estrictamente de superación personal para las mujeres es una abominación para los hombres –hombres de izquierda y hombres de derecha y hombres grises y hombres verdes. Saben que cada mujer tiene que lograr el mejor arreglo que puede. Enfrentan la realidad y lo que ven es que a las mujeres se las cogen lo quieran o no; las mujeres de derecha son cogidas por menos hombres; el aborto como opción elimina la posibilidad de usar el embarazo como un control social y sexual sobre los hombres; cuando una mujer puede interrumpir un embarazo fácilmente y abiertamente y sin riesgo de muerte, pierde su mejor razón para decir que no—negarse al coito que el hombre la quiere obligar a aceptar.

Las consecuencias del embarazo para él podrían detenerlo, como las consecuencias de un embarazo para ella nunca lo harán. La mujer de derecha llega al acuerdo que considera el mejor. Su acuerdo le asegura que sólo tiene que dejarse coger por él, no por todos sus amigos también; que él pagará por los hijos; que ella puede vivir en su casa bajo su sueldo; y ella sonríe y dice que quiere ser mamá y jugar a la casita. 

Si para mantener el embarazo como un arma de sobrevivencia tiene que aceptar el aborto clandestino y el riesgo de muerte, lo hará –sola, en silencio, aislada, con la muerte o la mutilación como únicos reproches a su rebelión en contra del embarazo.

En este batidillo de aborto clandestino, habrá confirmado lo que le han enseñado sobre su propia naturaleza como mujer y sobre todas las mujeres. Ella merece castigo; el aborto clandestino es un castigo por coger. Ella siente vergüenza: puede considerarla la vergüenza del sexo pero es en parte la vergüenza que cualquier humano en cautiverio siente al ser usado –las mujeres que son usadas sexualmente sienten una vergüenza inseparable del sexo. 

La vergüenza confirmará que ella merece el sufrimiento; el sufrimiento en el sexo y en el parto y en el embarazo abortado es la maldición de su sexo; el aborto clandestino es sufrimiento merecido. Pero el aborto clandestino también le sirve porque quita al aborto de la vista.

Nadie tiene que confrontarse con otra mujer tomando una decisión, eligiendo no ser madre. Nadie debe enfrentar a las mujeres abiertamente teniendo prioridades fuera del matrimonio y la conformidad. Nadie debe enfrentar a una mujer negándose a ser atada por un embarazo. Las mujeres que se rebelan contra su función deben hacerlo en secreto, sin causar dolor, vergüenza o confusión a otras mujeres aisladas en sus propios embrollos reproductivos, cada una por su cuenta, cada una sola, cada una siendo mujer por todas las mujeres en silencio y en sufrimiento y en soledad. 

Con el aborto clandestino la vida o la muerte depende de Dios: cada vez, una se somete a la mano divina, al dedo divino jalando el gatillo de una pistola divina que apunta hacia la carne ya sangrienta de una mujer, una ruleta rusa divina. Es una sumisión humillada y final ante la voluntad de un Hombre superior que juzga absolutamente. 

La muerte es un juicio y la vida también. El aborto clandestino es un infierno individual; una sufre, hace penitencia: Dios decide; la vida es perdón. Y ninguna debe enfrentarlo hasta que le pase –hasta que le toque a ella. Así es como las mujeres se vuelven idiotas morales en este sistema: ignoran cualquier cosa que tenga que ver con otras mujeres, todas las mujeres, hasta que / solo si le pasa a ella misma. Las mujeres de derecha también creen que una mujer que se niega a maternar merece morir. 

Las mujeres de derecha están preparadas para aceptar el juicio en su contra; y cuando sobreviven, aceptan la culpa y están listas para pagar –para martirizarse por un acto de voluntad al cual no tenían ningún derecho como mujeres. No hay mejor medida de lo que el sexo forzado le hace a las mujeres –cómo destruye el auto-respeto y la voluntad de sobrevivir como un ser humano con autodeterminación – que la oposición de las mujeres de derecha al aborto legal: a lo que necesitan para salvarse de la carnicería.

El entrenamiento de una niña para aceptar su lugar sexual en el matrimonio y el uso sexual de la mujer en el matrimonio implica aniquilar cualquier voluntad hacia la autodeterminación o libertad; su humanidad es tan rebajada que se vuelve más fácil arriesgar la muerte o mutilación que decirle que no a un hombre que se la cogerá de todos modos, con la bendición de Dios y el Estado, hasta que la muerte los separe.   

Notas

  1. Subtítulo mío. Selección del texto bajo mi propio criterio arbitrario. El texto está traducido tal cual, no cambio nada de orden. Me basé en la siguiente edición: Right Wing Women: The Politics of Domesticated Females. Perigee Books: Nueva York, 1983.
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