Estoy sumergida en la tristeza. Esta frazada gigante y blanca es la tristeza.
Sola en el cuarto, sola en la casa. Las casas a los costados están vacías y sus banquetas reflejan una luz de sol aperlada que no lastima los ojos de nadie. Existen bellezas que podrían herir a quien las ve y por ello solo pueden ser puras cuando son vedadas. Tu espías las bellezas, las vuelves puntiagudas, malvadas.
En mi tristeza sonrío al reproducir tu apacible ensoñamiento. Pienso en ti, recostado plenamente, sin frazada o prenda alguna. Yo esperaba a que en algún momento despertaras mientras veía un documental de los osos polares, pero me distrajo el manto de amanecer que cayo sobre la gallarda vulnerabilidad de tu piel blanca y suave.
Sin saberlo o quererlo me provocaste una simpatía infinita. “Contigo y con nadie más es con quien quiero ver el documental de los osos polares”, susurré en tu oído después de hincarme junto a ti. No te quería despertar pero probablemente ya lo estabas, tal vez solo fingías para sorprenderme tal y como lo hiciste. No hubo brusquedad pero me sentí aturdida.
Una macabra y casi imperceptible sonrisa se combinó con la despiadada caricia de dos dedos que bajaban contorneando entre mis piernas. Temblé y suavemente exhalé, arqueaste la cejas fugazmente como si estuvieras soñando algo inocente. ¿Dormías y solo tu mano cobraba vida?
Por un segundo sobre tu palma reposó mi pubis. Por un segundo ambos contuvimos el aliento y luego me estremecí cuando sumergiste el anular y corazón en mi humedad, haciéndome consiente de lo mojada que estaba.
No sabía que hacer, me sentí cautiva, rebasada. Me dejé caer sobre ti, enjaulándote entre mis piernas, mi ombligo y mis brazos. Esperaba, deseaba que me tomaras de la cintura y me tiraras a tu lado, o que te escaparas y me dejaras en esa posición colocándote tras de mi, acariciando mi espalda con tu abdomen, pero tú seguías impasible. Sacarte de la somnolencia parecía imposible.
Maravillada, te di un suave cabezazo, al parecer eso despertó a tu otro brazo que recorrió mi torso con la punta de tus delicados dedos hasta que pasó por mi cuello tomando firme y suavemente mi mentón, dirigiéndome a darle la cara a la pantalla en la que se transmitía el comercial del andar de una serpiente brillante.
Necesitaba sentir frío, sentir a la serpiente recorrer mi piel, aunque me diera miedo, necesitaba sentir escalofríos. Apretaste lo que estaba al alcance de tus manos al tiempo que me atraías hacia abajo por el cuello, pasaste tu palma por mi cabellera, luego tu dorso acarició mi mejilla suavemente. Parecías consolarme por las cosas que me hacías sentir en la parte baja de mi cuerpo.
El sosiego no fue efectivo, no me aplacaste porque tu otra mano en realidad era despiadada y me hizo gritar, arquearme y despreciar a la mano compasiva, la cual al verse abandonada se posó tras tu cabeza. De tus dedos se desprendía la historia de mi tormento, tu mano era la narradora de mi piel, la que me convertía en un animal digno de ser filmado para la posteridad para mostrar lo que es ser salvaje.
Volvían a aparecer en la pantalla los osos polares cazando foquitas bebés y yo me negaba a desconectarme de ellos. Tu mano quería que los olvidara, que perdiera relación con cada objeto u imagen. Tu mano cobraba vida al jugar con mi vitalidad.
Con cada toquecito tamborileado, con las justas presiones y caricias indicadas tus dedos pretendían dejarme flotando en la nada y que en ese vacío solo se me ocurriera conjurar tu nombre. Yo, en defensa inútil, me aferraba a la imagen de los osos gigantes brincando entre ellos, felices de no saber sobre mi existencia.
Las sensaciones eran cada vez más fuertes, no me atrevía a tocarte, a remover tu aletargamiento. Ya no quería que te movieras. Estaba excitada, pero sobre todo encandilada. Arqueda, convulsiva, mi imagen contrarrestaba con la de tu tranquilidad: me tocaba por completo. Ponía mis dedos en mis tobillos, me acariciaba las piernas, y remojaba mis pezones al ritmo del perfecto vaivén que marcabas entre mis piernas.
En la cumbre de esta disonancia armónica comprendí trágicamente el impacto que dejaría sobre mí el temple de tu reposo mientras me causabas cortos circuitos. Me tenías a tu merced sin esfuerzo alguno. Tu respiración se aceleró y parecías tener un sueño feliz.
En un movimiento descontrolado me doblé y posé fugazmente mis manos sobre tu cuerpo. Vi como solo con ese tacto te estremeciste al tiempo que tus labios se desprendían uno del otro, mostrando esa hermosa expresión de liberación eléctrica. Vi también como en ese momento alzaste ligeramente un párpado espiando mi placer, eso me tensó como nunca lo había estado. Vigilaste el poder con el que me dominabas.
Estaba llegando al límite, marqué un nuevo ritmo, moviendo el eje de mi ser en círculos, invadida de un punzar que tiró mi cuerpo de espaldas. Al caer en la frazada, algo se asentó en lo más profundo de mí, era la melancolía que vino a convulsionar con el calor que tú dictabas y ahí creí sentir la muerte.
Fue uno de esos momentos en los que te consta que hay un espacio interior dentro de ti, en el retumban sensaciones e irradian por tu cuerpo. Por un instante busqué salir del impacto tal como el oso polar huía del deshielo que lo privaba de suelo. Tu mano reposó en mi vientre, acariciabas mis últimos espasmos.
Con los ojos cerrados volví sobre mis rodillas y luego te aprisioné, cuando dejé mi cara frente a la tuya abrí mis párpados, ambos clavamos la mirada uno en el otro. Te mostré la tristeza del fondo y el brillo de nuestros reflejos. Comencé a acariciarte imaginándome que te acariciaba, para sentirlo plenamente, para borrar la irrealidad.
Si prendo la televisión veré un documental tras otro. Así me encontrarás cuando regreses. Te sentarás a mi lado y nos abrazaremos, hasta que yo pose mis labios en tu pecho o ponga cara de querer pedirte un dulce y representemos nuestra propia caza furtiva en la blancura enfermiza de esta habitación que nada tiene que ver con la naturaleza.
Y mientras llore o me derrita en tus brazos esta frazada blanca será el Polo Norte.
Crédito de imagen: Aissa Grajeda.