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¿Por qué una mujer tan lista y preparada tuvo que abortar?

¿Por qué una mujer tan lista y preparada tuvo que abortar?

Joseph Chan para FemFutura

1. La concepción

Voy a sentarme a escribir un cuento. Dedicarle tiempo a mis pasiones personales es una gran señal de que voy progresando en la reconstrucción de mi autoestima. 

Traigo atorada mi vida como un relato que voy vomitando en cuanto alguien muestra un mínimo de interés o empatía. Lo vomito y se pierde tras rebotar en los muros y en la indiferencia de la gente. Escribir es para mí y para quien realmente le interese. Escribir es ir juntando las piezas poco a poco en vez de vomitarlas al viento.

Quiero contar mi aborto pero para contar el aborto tengo que hablar de lo que me llevó al embarazo. Y de lo que me llevó a la relación. A esa telaraña enredosa de promesas y explosiones y el deseo pegajoso que no me dejaba salir. Para hablar de lo que me llevó a desviarme del camino que conducía hacia mi centro, tendría que hablar de toda mi historia, de todos mis complejos y mis carencias, mis necedades y hasta mis fetiches. Pero me voy a saltar esa parte.

Esta historia sucedió en algún lugar del sureste mexicano…

Recuerdo la noche de la concepción. Metatrón dormía en sus colchonetas en el piso de la cocina. 

2. Metatrón en el piso de la cocina

Ya habían pasado más de dos meses desde que adoptamos al viejo luchador social en Chamula “por un par de noches en lo que encuentra algo”. Todas las noches tosía, por su fumadera y por dormir en el piso polvoriento. Todas las noches se armaba uno o dos porros. Para eso siempre tenía dinero, comer y lavar la ropa eran cuestiones secundarias. El olor del humo que normalmente asocio con goce y liberación, a esas horas me aturdía. Supongo que nosotros también lo aturdíamos con nuestras peleas y copulaciones constantes (actividades que a menudo iban de la mano). 

Al principio su presencia fue un respiro: nos animaba, nos entretenía, se ponía de mi lado en las discusiones, Mago se medía un poco más en sus arranques de ira. Ya nunca estábamos totalmente solos, así que no podía perder el control por completo. Esa mayor tranquilidad de la que empecé a gozar compensó durante mucho tiempo las inconveniencias y gastos que ocasionó nuestro huésped. Ya no tenía que lavar los trastes con el frío del invierno en nuestro lavadero al aire libre; era su “cooperación” a cambio de comida y hospedaje. (“Alimentar a dos es casi lo mismo que alimentar a tres, me convencía a mí misma).

La forma en la que saltaba de cualquier tema a sus teorías conspiranoides y sus ojos se salían de sus órbitas y buscaba la hoja precisa en su cuaderno me parecía una versión exagerada de mí misma y al principio me provocaba ternura maternal. Todos los días nos contaba alguna extravagante historia: de las luchas campesinas, de trabajar en Televisa, de su hija que habla con perros, de su contacto con los alienígenas. En las mañanas meditaba, con los ojos cerrados murmurando mantras, envuelto en sus cobijas afuera de la cabaña. Su voz se mezclaba con la arena y el viento y yo me sentía fuera de este mundo (o demasiado cerca de su vertiginoso centro). 

En esa época sentía culpa social por sospechar de cualquier persona, pero sobre todo de las personas desamparadas (no importaba por qué nadie les ayudaba), a las que no les hablaba su familia (seguramente eran unos patanes individualistas), a las que nunca les salían las cosas (sin reparar en por qué había valido madres el asunto), pero que siempre aseguraban estar a todo dar (a pesar de todas las evidencias de lo contrario). En esa época sentía tanta vergüenza por ser yo que no me permitía siquiera sospechar de alguien más, pues tampoco quería darles razones para indagar en mí. Era más fácil la vida si me guardaba mis juicios y ¿por qué no? mejor de una vez todo eso llamado “criterio”. Pertenecer era lo único que importaba. Mientras más personas me validaran superficialmente y sin conocerme, mejor. 

Me imaginaba una conexión cósmica para justificar nuestra relación: Metatrón y Magona, la excéntrica nieta de un revolucionario que se quedó unas noches con nosotros en la apretada cabaña, se me figuraron en una noche de pox como mi padre y madre espirituales, y todavía les inventé una historia de amor que desde luego en la realidad, duró sólo esa noche, pues a los dos días ya se alucinaban y nosotros a ambos.

Cuando una se puede dar el lujo de arriesgarlo todo y vivir al límite, por aventura o curiosidad o patologías psicológicas no atendidas y no por necesidad económica, se da una relación de mutua conveniencia con quienes viven al límite porque no conocen otra cosa. Yo agradecía que hubiera personas más extravagantes que yo para validarme y ellos agradecían que hubiera personas con más recursos que les invitaran la cena o les dieran casa o trabajo un par de meses. 

3. Mesías blanca

Asumí el papel de la benefactora pero en realidad todos estábamos en la miseria. Como una mujer lactante en un contexto de hambruna, tenía un poco de sobra y me consumieron. Me sentía desfallecer a cada instante. Me repetía la narrativa que me había armado en mi cabeza para creérmela: me estoy solidarizando, como una debe hacer con el amor de su vida, ante la situación de su familia y voy a “guerrerear” hasta que me pueda dar el lujo de seguir con mi vida. Esa otra, que quedó allá. Romantizaba nuestra situación.

Está bien que la vida duela, que sea un deporte extremo, esto es vivir de verdad. Somos como los pioneros de una tierra hostil nunca antes habitada: él ha puesto un techo sobre mi cabeza, ahora yo debo buscar entre los escombros de este lugar abandonado tesoros para embellecerla. Debo permanecer infinitamente agradecida por haber encontrado un amor tan puro. Yo pago nuestros gastos porque él ha puesto un techo sobre mi cabeza. Yo me sacrifico por él porque él se sacrifica por su familia. Yo me dedico a servirlo para que pueda alcanzar sus metas, porque de otra forma, no lo hará. Yo soy el motor y la abundancia. Él es el consentido de la tierra y sus pueblos, el antídoto a este sistema capitalista de muerte, y me necesita para figurar en el escenario. Además no puede preocuparse por cuestiones mundanas como los presupuestos y los permisos y los contratos y los correos electrónicos. 

Era una narrativa paternalista y narcisista y heteronormada y blancomesiánica. Quería creer que nuestro amor era puro, que podíamos ser cómplices, servirnos sin usarnos.  Quería creer que estábamos más allá de nuestras historias heredadas aunque a su vez las romantizara para configurar todo nuestro vínculo. Tenía tantas ganas de que fuera el amor de mi vida. No me gusta perder el tiempo y sobre todo, odio equivocarme. 

Recuerdo el día que llegamos a la cabaña. No me imaginaba algo espectacular pero sí sentí  desolación al ver esos muros improvisados, todavía con huecos, de la cabaña con apenas un foco y solo una llave de agua como a diez metros de la casa, rodeada de basura, en medio de la gran mordida del cerro que era el banco de arena que desde ese momento me miraba como diciendo: te voy a sacar todo ese rellenito que traes dentro. 

Mago vio la desolación dibujarse en mi rostro y a pesar de mis intentos por disimularlo expresé mi preocupación por varios detalles (como la pared aún incompleta y la falta de baño) y explotó al instante. Supongo que me había caído el veinte de que ya no estábamos en mi casa, donde yo pagaba la renta y era la reina de mi gran recámara con chimenea, los gatitos y el invernadero que Mago construyó como un tributo a su amor por mí. Ahora estábamos en modo precario y sobre todo en SU territorio, en sus términos. Además, ya me había “conquistado”: ahora la que tenía que probar su amor era yo. ¿Así funciona siempre, no? El cortejo para convencer a la mujer es tan corto y a partir de que se entrega, todo deber y todo juicio recae sobre ella. 

4. El lobo

Al notarme poco entusiasta por nuestra nueva morada, Mago me empezó a reclamar y se enojó tanto que empezó a caminar hacia la calle en busca de un taxi para que yo me fuera al centro a buscar un hotel y él se quedara solo ahí, porque claramente yo estaba por encima de sus humildes esfuerzos. Le rogué que se detuviera, que me perdonara. Le juré que sí quería vivir con él, que me gustaba la cabaña, que solo era nuevo para mí, que solo me lo imaginaba un poquito diferente.

Las cosas, desde luego, nunca volvieron a ser igual. No me volví a sentir del todo segura ni del todo en mi casa ni del todo libre, por más que le buscara e intentara tapar los hoyos de las paredes con pedazos de cartón. 

Recuerdo cómo cambiaba mi voz cuando hablaba con mis padres, fingiendo ligereza y alegría mientras Mago me miraba con escepticismo, casi acusación, tomando nota de cada palabra que les decía para luego interrogarme o reclamarme el por qué había utilizado tal o cuál frase, por qué les comentaba tal o cuál detalle.

En un principio me había asegurado: pasaría un mes junto a los integrantes para el proyecto utópico de la eco-aldea, en dos meses habilitaríamos el terreno que me regaló Adolfo y nos pasamos a vivir ahí, a construir nuestro propio santuario de adobe y madera entre las piedras y los árboles.  

El sueño se alejaba cada vez más: el terreno necesitaba cerco, papeles, agua y no teníamos ni para comer a veces. Eran cosas que parecían simples pero que en nuestro día a día eran tan lejanas como la luna. Al proyecto de eco-aldea no se habían integrado, ya no digas los 30 integrantes que necesitábamos, no teníamos ni uno que estuviera seguro de entrarle y mucho menos tan entregado como nosotros.

La verdad no es de sorprenderse, porque finalmente nuestro único criterio de elección y medida del compromiso era que dieran dinero ya. Había urgencia y se respiraba diario en las mañanas paradójicamente paralíticas. Metatrón aseguraba que su hermana, la que vivía en Canadá, nos iba a dar el dinero de su entrada en cuanto entendiera la importancia de nuestro proyecto. Nunca pasó. Y nada de lo que dijo Mago, dispuesto a jurar por los cuatro vientos, que lograría, sucedió. No me hubiera molestado si no lo hubiera asegurado tan vehementemente.  

Entre muchas peleas y llantos y aprendizajes sobre la precariedad ya habían pasado más de cuatro meses cuando llegó la noche de la concepción. Cuatro meses de lavar los trastes con agua helada en nuestro lavadero improvisado, cuatro meses de orinar afuera esperando que nadie estuviera viendo, cuatro meses de limosnear regadera con nuestros amigos más cercanos. Cuatro meses de acostumbrarme a que no merezco más, pinche consentida niña rica de mierda. Un mes y medio de hospedar a Metatrón. 

La noche de la concepción fue un día de enero, en el clímax del frío y la oscuridad. El viento había estado soplando muy fuerte y la lluvia hacía un escándalo en el techo de lámina. No estoy segura si ese día llovía o si solo es que mi recuerdo ahora está teñido de los ecos de esas lluvias y esos vientos. 

Los edredones fríos y con olor a humedad contrastaban con el calor y la electricidad del contacto de nuestras pieles. Con sus maniobras sutiles y precisas de siempre, Mago me puso en un estado de excitación en el que el taladreo de su pez adentro de mí me convertía en un caldo humeante y delicioso, estirado, abierto, que no veía ni sabía de las cosas de este mundo.

Mi apatía, o mi confianza, inhibieron mis ganas de recordarle que eyaculara fuera de mí. Estaba muy acostumbrada a ser como su madre, recordándole sus deberes y responsabilidades a cada minuto, pero justo la hora del sexo era un momento en el que me salía de ese papel. Sentí unas cosquillas más fuertes y extrañas que de costumbre cuando se derramó en mí y un pensamiento quedito en el fondo de mi mente susurró “estás en tus días fértiles”, antes de que me quedara dormida en sus brazos y lo olvidara al día siguiente. Me despertó la tos de Metatrón en la cocina.

5. La perra guardiana

Pox era una perrita cazadora que nos regalaron cuando nos robaron nuestras bicis un día que salimos al pueblo. El dueño de la cabaña llegó a decirnos “ya les encontré una perra guardiana”. No fue pregunta, aunque no protestamos porque su carita nos llenó de alegría y nos pareció que sí, ¿por qué no? podría ser la solución a nuestros problemas. (No lo fue).

Yo había tenido perro en la ciudad, no en esas condiciones y Mago estaba acostumbrado a los perros de la comunidad, que andan sueltos, duermen afuera, comen maíz o lo que encuentren y no dan mucha lata pero tampoco son parte de la familia como los perros burgueses, que viven mejor que los migrantes centroamericanos.

La situación nos superó, pero según Mago todo estaba bien, así que lo acabé normalizando en mi impotencia. El terreno era tan vasto y estaba tan expuesto que era difícil proteger a Pox, así como proteger a los vecinos de ella. Le ladraba a los niños que llevaban la basura a la colonia Las Peras, luego se escapaba horas y atacaba los pollos de los vecinos. Cuando fue su primer celo, llegaron a visitarla al menos 20 perros que estoy segura recorrieron distancias maratónicas para competir por dejar descendencia.

Poco después, Munda nos pidió que cuidáramos su casa y le dejamos la cabañita a Metatrón, con el encargo de ser la doula de Pox hasta que Munda regresara y pudiéramos llevarla a nuestro nuevo hogar. Pero yo llevaba conmigo algo que no pude dejar en la cabaña: un embrión se había adherido a mi vientre por primera vez en mi vida. La benefactora tuvo que descansar y nadie tomó su lugar. 

6. El jardín

Un mes después, estábamos en la casa de Munda. Ella se iba dos meses a Sudamérica y a cambio del hospedaje, nos tocaba cuidar sus plantas y animales. Su casa era un palacio comparado con la cabaña, incluso comparada con una casa normal. Era una casa vieja de adobe en torno a un patio grande de piedra, con un círculo de fogata en medio, una cocina con fogón y un gran ventanal, tres cuartos (incluyendo una fantástica biblioteca) y atrás un jardín enorme con dos invernaderos y un estanque de patos.

Había una bugambilia que Mago insistió en podar, aunque Doña Sofía nos recomendó que no tocáramos nada. Lo que sí quedamos en atender, el huerto, no parecía ser prioridad de Mago. A Mago le gustaba hacer (o fantasear con hacer) cualquier cosa menos lo que alguien le hubiera pedido. 

Yo había fantaseado con que pasaríamos horas en el huerto, me enseñaría sobre las plantas y trabajaríamos hasta el atardecer (una fantasía realista). El contacto amoroso con la tierra fértil sanaría nuestra relación, según yo (una fantasía fantasiosa). Era un huerto grande, con varias camas y dos invernaderos, donde crecían, entre otras cosas, zanahorias, acelgas, kale, betabeles, lechugas, rúcula, alcachofas y muchas flores y yerbas aromáticas y medicinales. Además convivían alrededor de 30 conejos, 15 patos, 4 gallinas, 1 gallo y 2 gallinas de guinea con plumas tan hermosas como ellas eran de escandalosas. Todo olía y sabía a primavera con un poco de popó. 

Del árido y frío banco de arena habíamos pasado a un oasis de animales y plantas. Los verdaderos amos de la casa eran los gatos, la altiva Mogsi y su madre Nieves, delgada, blanca como su nombre y con una infección en el ojo que te dolía sólo de verla. Yo intentaba no pensar en Pox, para no sentir culpa por abandonarla con Metatrón. 

7. El Carnaval

El carnaval en la comunidad de Mago que inaugura el año agrícola tuvo lugar un día soleado de febrero. El clan de familia extendida que se reunía en la casa de quien fuera la autoridad del momento me ofreció caldo de res ahumado, tortillas y tamalitos. Conviví en el traje tradicional que no disfrazaba mi blancura. Estuvimos horas en la calle viendo a un guajolote colgado columpiarse sobre una avenida y un jinete pasar por debajo una y otra vez, a punto de matarlo cada vez pero sin hacerlo, prolongando su tortura. 

Había fantaseado mucho con ir a ese carnaval desde que me perdí el del año pasado, justo cuando Mago y yo estábamos estrenando nuestro amor. El clímax no llegó: todo me fascinaba, me transportaba y me causaba admiración, pero el lado grotesco se me asomaba en todas partes como un pelo en la sopa. No hubo jolgorio con los amigos, no nos “poxeímos”*, nadie rompió la taza del baño como la última vez. 

Regresamos temprano y yo vomité todo el camino, pero aún no admitía la posibilidad de un embarazo. Ya había demasiada vida y esa vida estaba siempre a un paso hormiga de la muerte; la vida que me rodeaba de por sí parecía depender enteramente de mí y yo estaba tan extenuada, tan exhausta, que no podía concebir que mi vientre aún fuera terreno fértil para un ser que se alimentaría de mi cuerpo para crear el suyo. Era una exageración.

Luego empecé a pensar que tenía sentido, que esto era normal en un terreno caótico donde la vida va y viene sin más y las mujeres fuertes son las que aceptan la vida con alegría y la muerte con llanto pero se recuperan al segundo de ambas emociones para continuar con sus trabajos y sus días. ¿Cambiar de rol, cambiar de posición? ¡Pero si nuestro cuerpo no es nuestro! Debemos estar alertas siempre, nunca bajar la guardia, nunca distraernos, nunca dejar entrar el ocio o la ambición… el goce es solo para cuando un hombre nos invita a gozar y entonces más nos vale satisfacerlo.

Pues yo crecí aspirando a la autonomía y la libertad. Desde chiquita planificaba mi vida entera, calculando cuántos años me llevaría cumplir cada una de mis metas. Nunca pensé que un pollo, o un gato, o un embarazo no deseado, o una deuda, o un terreno, o un amor fatal, me detendrían.

La idea de mujer fuerte que tenía era la de una mujer que es como el hombre occidental: yo tendría éxito y las cosas serían mías. Tendría el control. En ese momento colapsaron las dos visiones del mundo que había querido integrar en mi cuerpo por la fuerza, olvidándome de que mi cuerpo tiene su propia lógica, sus propios ritmos y sus propios anhelos. Quería ser al mismo tiempo la mujer que es fuerte porque es fría e independiente y la que es fuerte porque ama tanto que carga todo sobre sus hombros.

Pero la cuerpa se desquita a su manera, actúa sola, ignorando nuestra voluntad cuando puede y tiene muchas estrategias para llamar nuestra atención cuando ve que nos estamos perdiendo en el camino, que nos estamos olvidando de ella. 

* Pox es una bebida tradicional etílica de los Altos de Chiapas. “Poxeímos” es un juego de palabras con la palabra “pox” y la frase “estamos poseídos”, haciendo referencia al estado de ebriedad.

8. La prueba

Definitivamente mi cuerpa había logrado arrinconarme. Después de dos o tres días seguidos de náuseas en la mañana, pasamos a comprar una prueba de embarazo camino a la Bottega, el espacio cultural autogestivo que también intentábamos levantar desde los escombros para convertirlo, cual alquimistas, en un lugar de vida y abundancia. Ahí estaban Mitzli, Rico y Mandi, tomando café y echando cigarrito, esperando a que el día empezara con nuestra llegada. Entré al baño, hice pipí y rápidamente se dibujó el resultado positivo en la prueba. Salí corriendo a decirle a Mago, casualmente en frente de todos, que notaron mi alteración, “¡Estoy embarazada!”. 

Rico puso cara de asombro y me felicitó, ante lo cual me solté a llorar. Lloré como si me estuvieran persiguiendo para matarme o como si acabara de perder lo más valioso de mi vida. Aullé. Estoy segura que di pena y seguro a todos, incluyendo a Mago, los incomodé. Por lo menos recuerdo haberlo sentido más incómodo por mi despliegue público de dolor y angustia por llevar a su progenie en mi vientre que empático con mi situación. Se encontraba a un costado de mi dolor, fuera de él y no conmigo, consternado por motivos solamente suyos.

En los próximos días, todo fue llanto, náuseas y esperar. Yo sabía que esto marcaba el fin de mi pasividad, que mi relación con Mago no volvería a ser igual. A partir de ahora me asumiría la responsable de tomar el control de la situación. A partir de ahora, yo tomaría mis decisiones, sin pedir perdón ni permiso, pues solo yo pagaba las consecuencias. Ya no creería en sus promesas. No me convertí en mamá, pero cada vez me volví más como la mamá de Mago, quien me parecería cada vez más como un hijo rebelde que como mi pareja.

Teníamos un guardadito que ya iba como en 700 pesos, eran nuestros ahorros para el pasaporte de Mago, para que pudiera aplicar para una visa a Estados Unidos y que nos fuéramos a trabajar para salir de la pobreza. Gracias a ese ahorro pude pagar las pastillas de Misoprostol que mi amiga Andrea me ayudó a conseguir con subsidio. Nunca volvimos a ahorrar para que Mago viajara. 

Yo sabía que mis padres me hubieran apoyado, apoyarían mucho más la decisión de terminar mi embarazo que la de continuarlo, pero aún así lo vivirían como una tragedia. La parte de mí que sí deseaba tenerlo se detenía porque sabía que mis padres absorberían, aunque no quisieran o quisiera yo, gran parte de la responsabilidad y los dolores de cabeza que acompañarían este asunto de principio a fin.

Yo lo sabía, para ellos yo seguía siendo una niña, necia e irresponsable, por cierto. Esto sería el inicio de una nueva pesadilla de dimensiones inconcebibles, una fuente eterna de preocupaciones, justo lo último que necesitaban después de mis locuras de la adolescencia, cuando por fin podían invertir en sus propios proyectos y ser dueños absolutos de su tiempo.

Así que decidí ser maternal con mis padres. No quería cortarles la inspiración y la emoción de su emancipación como padres demostrando que yo no había salido del nido después de todo, que ahora iba a haber que cuidarme, gastar en mí y hacer espacio para un ser recién nacido cuyo padre también había que cuidar y ayudar. Y no solo a él, sino a toda su familia completita con seis hermanas, dos hermanos y madre y padre precarizados.

Por eso dirían, “Sí, Eco, es lo mejor, qué mal que tuvo que llegar a eso, pero nosotros no creemos que estés lista para ser madre”. Mi madre me acompañaría y mi padre pondría el dinero, pero no, yo quería vivir mi proceso sin perturbar la paz de mis padres y la mía propia, más de lo que ya estaba, al exponerme a su preocupación, alarma y decepción. No quería ir a la ciudad, quería hacerlo en la privacidad y oscuridad de mi hogar temporal, rodeada de los patos, los conejos, las gallinas, y las plantas en flor. No quería escuchar ninguna voz que no fuera un arrullo. 

9. La decisión

Por eso tuvimos que usar nuestro guardadito y gracias a mi amiga me animé a hacerlo. Ella ya había abortado con pastillas y siempre se refería a su aborto como “la mejor decisión de mi vida”, ella no había vivido ningún duelo y tenía claro que nunca, pero nunca de los nuncas, quería ser madre. No romantizaba para nada la concepción, ni la “vida” del embrión, en contraste a la mayoría de las personas a mi alrededor.

Mitzli ya me había dicho que respetaría cualquier decisión que tomara, pero que supiera que si lo decidía tener, no estaría sola, pues todos me ayudarían y el bebé tendría muchos hogares y muchas madres y padres. Agradecí el sentimiento pero solo pensarlo me provocaba náuseas, imágenes donde las caras sonrientes se convertían en caras monstruosas, como ya había visto con Mago y con Metatrón y con otras personas. 

Ángel, un músico con aires de místico y toda la superioridad moral de un macho progre que ostenta discursos pseudopolíticos y pseudoespirituales, se enteró que estaba embarazada (aunque quiso hacerme creer que sólo lo “intuyó” con sus poderes de “hombre medicina”). Decir que él solito se había dado cuenta reforzaba su carácter de profeta místico. Con esa arrogancia se me acercó para decirme que pensara muy bien en lo que iba a hacer, que la vida es un regalo y que si la rechazo, capaz que no vuelve a mí. “¿Estás diciendo que si aborto me voy a quedar infértil?” pregunté, incrédula. “Conozco muchos casos”, me contestó. Además, “¿cómo sabes que no llevas al próximo Buda en tu vientre?”. Fue mi primer encuentro con un “provida progre” y lamento decir que sí me afectaron sus palabras.

Y, sin embargo, por más débil e influenciable que estaba y me sentía, sabía que esta decisión era solo mía. Marcó el lento regreso a habitar mi propia voz, mi voluntad que es tan ambiciosa que me sigue dando miedo. En ese momento, hasta lo más insignificante, como comprarle una cadena a Pox, ir al mercado, lavar mi ropa, me parecían batallas dignas de una epopeya.

Sin fuerzas, sin dinero, sin mi familia, desesperadamente abrazándome al futuro ideal que imaginaba con Mago y que aún tenía esperanzas de que se manifestara. Padecí los desequilibrios hormonales con brotes de llanto y desesperación: “Prométeme que después tendremos hijos, ¡PROMÉTEME QUE DESPUÉS TENDREMOS HIJOS!”, le rogaba a Mago, pues desde que lo conocí me encariñé con la idea de que fuera el padre de mis hijos (herederos de dos cosmovisiones complementarias) y no quería sentir que dejaba pasar la única oportunidad.

Hice que me prometiera algo que ni en ese momento, en el fondo, me creí. Pero ni nosotros ni nuestras culturas eran complementarias porque no existía amor, solo deseo. Y el deseo sin amor es vanidad. Yo estaba recuperando mi voz y autonomía, estaba volviendo a la tierra y la realidad material, pero me faltaba mucho. Ahora tenía un dedo en la realidad material y todavía el resto de la cuerpa en el delirio. Y pensar que había tanta gente que me presionaría, o incluso obligaría a ser madre en ese estado y en esas condiciones. 

Obligar a ser madre a una joven impulsiva y compulsiva sin fuerzas, sin dinero, adolescente aún en sus proyecciones. Obligar a ser madre a una mujer que es incapaz de cuidar una casa, de cuidar a un novio (de soltar la idea de que hay que cuidar al novio, ni hablar), de cuidar a un gato, a un perro, a un huerto, a sí misma.

Obligar a ser madre a una chica cegada por el amor a su novio, a sus mentiras, que justifica sus abusos y sus violencias. Gracias al cielo, gracias a las diosas, que no me vi orillada, que no me vi convencida, que no me vi presionada. Gracias porque no tuve que exponer otro ser a eso y gracias porque eso me dio el tiempo y el espacio para aprender a amarme a mí.

Todos los días me conmuevo al darme cuenta de que todo lo que soy y hago ahora ha sido gracias a esa decisión. Quizás no empecé a cuidarme a partir de ese día, pero empecé a cuestionar mi situación. A partir de ese día sólo seguiría creciendo la distancia que percibiría entre las promesas de Mago y la realidad. También me quedaría más y más claro que él sólo esperaba que yo estuviera para él en sus momentos difíciles, nunca me tocaría a mí. 

10. La espera

Esperé dos semanas para abortar la misión que mis tejidos se habían encomendado. Me dijeron en la clínica que era recomendable esperar a la sexta semana para que estuviera un poco más formado el embrión y el peso ayudara a la gravedad a expulsar bien todo. Yo quería proceder de todos modos hasta que me informaron que con eso aumentarían las probabilidades de tener que repetir el procedimiento. No podía pagar otro procedimiento.

Me resigné a esperar, a vivir en ese limbo entre las respuestas emocionales que me nacían ante mis cambios hormonales, la sensación de que mi cuerpa se estaba convirtiendo en un nido sin dejar de ser mía y el rechazo que me provocaba no poder frenar algo que no elegí.

Cada día que pasaba aumentaba en mí la sensación de peligro, como cuando decido pararme en la orillita de un acantilado a un pie de la muerte. Sentía un poder incómodo como una carga, la ingestión de unas pastillas que yo metería a mi boca con mi propia mano era lo único que determinaría si un ser más nacía en este mundo, si Mago y yo quedaríamos atados por el lazo fluido y escabroso de la copaternidad, o no. Fueron dos semanas de vergüenza, autodestrucción y autocomplacencia. Mucho mirar el techo desde la cama, mucho intentar olvidar sin hacer nada para distraerme, mucha mucha mariguana para las náuseas y para no sentir tanto.   

11. La expulsión

Llegó el día y tomé las pastillas. Estaba nerviosa, no dejaba de marcar a la clínica con dudas y paranoias constantes que me iban surgiendo. ¿Qué pasa si vomité? Vomité a los veinte minutos de tomar las pastillas. 

Logré rescatar los pedacitos de pastilla de mi boca antes de vomitar. Vuélvelas a colocar entre tus encías y tu mejilla, me contestaron. No pasa nada, todo va a estar bien. 

Ya pasó una hora y no inicia el sangrado. No pasa nada, todo va a estar bien. 

Mago aún no llega, fue a reunirse con una persona que quizá le presta dinero. Claro que entiendo, es más importante, además de nada serviría que estuviera acá. Mi amiga Lupe me hace compañía. Me acuesto, casi no puedo abrir los ojos. Mi vientre pulsa y arde. Mi cabeza taladrea. Siento náuseas, diarrea, casi no puedo caminar, todo está borroso. Siento contracciones. Me imagino que voy a parir. Gimo como una parturienta. No entiendo por qué nadie me explicó que esto no es tan distinto a un parto. Por fin inicia el sangrado. 

Voy al baño, regreso del baño, me retuerzo, sigo viendo todo borroso, vuelvo a ir al baño, en medio del delirio observo algo en el papel, como una gomita, parece de las bolitas del té de Tapioca. Creí que sentiría algo más al verlo, creí que de alguna manera sería un funeral más solemne y no un momento encima del excusado, embarrado en el papel de baño, conmigo despeinada, jadeando, consciente a medias.

Pero así es como salió y así es como se pudo, así que como pude me despedí. No había espacio en mi cuerpa para romantizaciones, todo era un pulsar del tejido en shock por el repentino cambio de planes, la urgente expulsión. Después de lo que se sintió como media eternidad, pero solo fueron unas horas, me senté a comer el espagueti que preparó mi amiga y volví a la vida.

Quizás sí cometí un error, privándome y al mundo del ser tan mágico (“necesario”) que hubiera sido nuestro hijx, por más dolor que nos y sobre todo me hubiera traído. Quizás no me sacrifiqué lo suficiente, quizás la tierra y el vínculo cultural que quería procurar sí requieren del sacrificio de una mujer/madre, quizás así está configurado el cosmos. Quizás la materia exige sacrificios y la materia necesita madres y las mujeres al no ser madres estamos provocando toda esta descomposición social. Quizás debí seguir aceptando los insultos, los golpes, las amenazas, la tenue y progresiva disolución de mi voluntad, temperamento y personalidad. Quizás no se vaya a poder lograr de otra forma. Tal vez, a cada paso me faltó la pizca justa de paciencia que tenían las heroínas de antes, esas no nombradas, sin estatuas en las plazas públicas. Quizás debí aspirar a ser una de ellas, a ser sacrificada y aceptar que la huella de amor que habría sembrado en mi descendencia y mis cultivos y la comunidad que hubiera construido, aunque sea desde las sombras, valen mucho más que una estatua. Pero eso no pasó y no me toca contar esa historia. Me toca contar la historia de los sacrificios que me hicieron darme cuenta que yo no era sacrificable. Porque ya estoy de este lado del abismo, del lado en el que tomé las pastillas y le jalé al excusado. 

12. Duelos

Mientras yo me recuperaba del aborto, Pox paría cachorros para verlos morir. A uno lo aplastaron con la excavadora en el banco de arena, dos o tres se enfermaron, un par desaparecieron, a otro lo atropellaron. Varias semanas después la Pox también se perdió y no volvimos a saber de ella. Llegamos un día tarde con la correa para que Metatrón pudiera amarrarla. Obviamente en dos o tres semanas no pudo conseguir una por su cuenta. Aunque pegamos letreros por el pueblo, nunca apareció.

Nieves, la gata anciana de Munda, también murió en esas fechas, a los dos días que regresó Munda. Sabía que su humana volvería a tiempo para que pudiera despedirse y se aguantó. Munda la enterró en el jardín y sembró maíz peruano encima. Me pareció en ese momento, mientras la veía espolvoreando tierra y aventando semillas encima del cadáver del gato que la acompañó durante 20 años, que las hembras de todas las especies somos expertas en la vida y en la muerte, porque la vida es más muerte que vida, así como es más espacio que materia. Somos maestras del duelo. 

Siempre ha habido mujeres listas para cobijar, para recibir la vida, para olvidar los daños y solo alimentar, sin juzgar. Las mujeres siempre hemos reproducido la vida. Pero no siempre ha habido mujeres del otro lado para recibirnos cuando nos toca sufrir esos daños, esas agresiones que luego son olvidadas a la hora de la cena familiar. Sabemos que de ese lado no hay nadie y la mayoría sigue eligiendo acompañar a todos (a ellos) a costa de ellas mismas y las demás. Como yo, cuando decidí ser la benefactora de todas cuando aún ni empezaba mi proyecto de vida.

No fue algo que se me ocurrió de la nada, fue la forma en la que fui domando mi personalidad explosiva y ambiciosa para recibir la aprobación masculina que tanto anhelaba. Veía sus anhelos y sus frustraciones en sus ojos y su incapacidad para expresarlos. “Yo te entiendo, yo te cuido, yo te cuido de ti mismo, yo lo hago, ya verás, me amarás”.

Aunque parezca una simple decisión entre dos caminos, pastilla roja o pastilla azul, la decisión que una toma ante un embarazo no deseado sí marca el futuro de toda nuestra vida y, me atrevería a decir, de nuestra personalidad. Lo que una vive cuando se da cuenta que puede abortar lo que una no desea, es totalmente diferente a lo que una vive cuando decide gestar y parir, lactar y maternar en este mundo patriarcal y violento.

Definitivamente hay mujeres que viven ambas en distintos momentos. Y sí, hay quienes tienen el privilegio de vivir una maternidad plena y elegida, pero son la inmensa minoría. Yo aborté hace cuatro años y lo que inició como una experiencia desgarradora ahora me da fuerza, fue el acto paradigmático que me reorientó en mi búsqueda personal: aborto a los amigos que no son corresponsables, aborto los trabajos donde no me valoran, aborto los colectivos y comunidades que solapan violentadores, aborto las expectativas sociales, aborto los mandatos de género, aborto las relaciones tóxicas, aborto la heterosexualidad obligatoria, aborto la monogamia para las mujeres, aborto los cánones de belleza. El aborto ya se me figura mucho más que interrumpir un embarazo.

El patriarcado no solo nos ha criminalizado por abortar embriones, nunca ha querido que abortemos nada de lo que nos pone en frente. Es algo de lo que ahora me puedo reír y enorgullecer, llorar y agradecer a la vez porque me hizo quien soy. Sobreviví. Solo murió esa parte de mí que se sacrificaba para satisfacer los deseos de otros por miedo a perderlos.


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