Hoy, quiero hablar de la mugre que escondemos bajo la alfombra. Como la historia sugiere a través de los años, toda sociedad que se precie como tal ha aprendido a dominar el arte de ignorar aquello que le molesta y a ocultarlo con gracia a los ojos del mundo. Así, nuestro entorno reflorece con esa quietud, esa normalidad enfermiza, donde todo está bien, muy bonito, bien armónico y limpio, hasta que… hasta que nos explota en la cara.
Estos últimos días, a lo largo de todo Chile, junto con las manifestaciones pacíficas hemos visto además la expresión del lumpen en su más pura esencia, respondiendo con violencia a la represión desmedida a la que nos han sometido.
El descontento se vislumbra, transversalmente, a lo largo y ancho de toda nuestra sociedad, en donde cada sector se siente inconforme con la gestión de nuestros gobernantes y exige un cambio. Todas las quejas son válidas y toda manifestación parece acorde y digna de ser escuchada, pero… ¿qué ocurre con aquellos que quedan debajo de nuestra alfombra? ¿aquellos que ignoramos y nos estorban porque son pobres o delincuentes?
No negaré que estas semanas hemos sido testigos de saqueos y destrucción de toda índole, montaje o no, y pareciera ser que la violencia nos sigue donde quiera que vayamos. Mientras la gran mayoría de mis compatriotas toca una olla con una cuchara o hacen carteles y organizan marchas, una minoría hace lo suyo para asegurar su porvenir: para tener la mercadería que le falta, los lujos que jamás tendrá o los medicamentos que necesitan.
Para muchos, este comportamiento parece ser la causa de que nos estemos yendo a la mierda como país, ese sálvese-quién-pueda tan chileno, tan individual, tan real… Pero yo siento, humildemente, que dichas acciones violentas son en realidad un mero síntoma de una enfermedad mayor. El salvaje modelo neoliberal en el que estamos insertos ha generado un sector completamente marginado, abandonado a su suerte, sin derechos ni dignidad.
Era obvio que el día que todos estallásemos, ellos también lo harían, y esa rabia, acumulada contra un sistema que ignora y maltrata al eslabón más débil de nuestra sociedad, ya no pudo ser contenida por las habituales soluciones parches que solían ofrecernos. No es solo una furia inmensa, desbordante, sin miedo al castigo ni al qué dirán, es también un agotamiento, una desesperación que, simplemente, no teme devolver lo que el sistema le ha dado y su indignación ha ido creciendo cada vez más, a medida que la represión y la injusticia aumentan con cada día que pasa.
Ante este escenario, pronto la respuesta de los “ciudadanos decentes”, los autoproclamados “chilenos de verdad”, se hizo oír: “no es la forma”, gritaron y desviaron la mirada. No importa que un empresario reciba perdonazos de millonarias multas, cantidades tan obscenas de dinero que podríamos reconstruir el metro tres veces si quisiéramos; no importa si se roban el agua o se coluden las cadenas de farmacias haciéndonos pagar tres veces el valor de un medicamento; no importa si las fuerzas armadas se gastan millones en licor y nos roban hasta no poder más, nada de eso importa mientras la ciudad se siga viendo exitosa con su brillo enceguecedor y lo demás, pues, lo demás bien debajo de la alfombra.
“No es la forma” clama todavía hoy ese copioso mantra donde mucha gente busca, de forma desesperada, desmarcarse del vandalismo aludiendo que no los representa, pero que, finalmente, tanto con su indolencia como la de todos los demás, bien que hemos sido cómplices de la injusticia y somos también responsables.
Los “chilenos de verdad” quieren cambios, pero a través de carnavales, bailes, cantos, marchas infinitas que venimos repitiendo desde hace por lo menos 10 años, y donde nadie nos ha escuchado jamás. Cada vez que los secundarios, universitarios, profesores e incluso funcionarios públicos han intentado apelar a la solidaridad del resto de la población, dichas marchas pacíficas han terminado en nada, porque nadie más se unió y dijeron que había que seguir trabajando.
Esa mentalidad, tan servil en su base, quiere pedirle al patrón que recapacite y nos comparta algunos de sus privilegios mientras todos seguimos laborando, arduamente y como si nada, sin dejar de producir, para que después en nuestro tiempo libre marchemos para demostrar descontento, siempre y cuando, nos portemos bien y luzcamos bonitos… ¡cómo si lograr justicia social contra un agente ladrón y represor se pudiese conseguir con buenas palabras y sonrisas!
No sé si me doy a entender, pero así era la situación hace no mucho tiempo atrás, hasta que, adivinen, súbitamente, y debido a los desmanes que de pronto cruzaron el país entero, ya no pudieron ignorarnos más. De repente todo se empezó a deconstruir, nos declararon la guerra, tuvimos militares en las calles y toque de queda mientras nuestra pseudodemocracia parecía caerse a pedazos y nuestro presidente comía pizza en el barrio alto, celebrando algún cumpleaños que a nadie le importa.
Las calles volvieron a mancharse de sangre mientras nadie sabía a ciencia cierta qué ocurriría, con la única certeza de que no podíamos permitir que una dictadura nos envolviera de nuevo, y resistimos, y luchamos y, esperen… ¡Esperen!, ¿estoy acaso romantizando la violencia?
No. Por supuesto que no. Pero vamos por partes: si ver un semáforo quemado nos escandaliza, si la delincuencia realmente nos molesta tanto, ¿por qué no nos preguntamos de dónde viene para solucionar el problema?
Mientras muchos de nosotros hemos logrado suplir nuestras necesidades básicas, existe esa triste realidad bajo la alfombra donde niños y jóvenes se encuentran en graves situaciones de vulnerabilidad social. Personas que no conocen otra forma de resolver conflictos, gente a la que le robamos la infancia con nuestra indiferencia.
Que no le digan que en el Chile perfecto no existe pobreza, porque sí que la hay, y reitero, todos somos responsables. Niños que sufren maltratos físicos y psicológicos a diario, que dependen de sus escuelas para poder alimentarse porque en casa, sus padres, ausentes, drogadictos o alcohólicos, no cubren sus necesidades básicas. Niños y adolescentes sin apego que malviven intentando sobrevivir un día a la vez, sin saber si vivirán el próximo.
Niños y jóvenes que por primera vez, en el marco de las protestas, se sienten parte de algo en su vida. Ven en nuestras miradas que todos estamos igual de enojados, que todos sentimos lo mismo, y de pronto logran identificarse. Y nosotros, por primera vez, los vemos cara a cara y comenzamos a entenderlos. La calle nos va enseñando lo que ignorábamos.
Y es doloroso y terrible, porque esa gente, esos niños y jóvenes que no dudan en decir lo que piensan y devolver la violencia que reciben, aquellos a los que en Chile despectivamente llamamos “flaites”, son los jóvenes encapuchados que, al final, no son otros sino los que le plantan valientemente la cara a la represión.
Mientras la gran mayoría de la gente marcha con sus banderas y lindas pancartas a un par de cuadras más lejos, ellos están ahí, impidiendo el paso de las fuerzas armadas para que no disuelvan las protestas y el resto podamos gritar nuestras exigencias. Ellos se enfrentan, a su manera, a este sistema extremista, esta enfermedad que permite que en una misma sociedad exista gente con tanto dinero que jamás podría gastarlo en vida mientras otros se mueren de hambre.

¿No es acaso evidente que para ellos, este movimiento es salir a luchar o volver a la normalidad enfermiza que los condenará a la segregación? No tienen opción, y ese es su lenguaje, y que la prensa se esmere en llamarlo simplonamente como “desmanes y vandalismo” le resta la profundidad que este mensaje hecho a fuego y sangre nos intenta comunicar, porque fíjese, no es casualidad que lo destruido sean mayormente supermercados, cadenas de farmacias y sucursales de otras empresas poderosas que han subyugado al pueblo con sus injusticias.
Lógicamente, hay casos de destrucción por destrucción, oportunidades a la violencia, y a la ira, no le faltan, pero es necesario además reconocer que la mayor parte de las veces, la primera piedra la arroja la horda verde, los mismísimos pacos bastardos, deseosos de darle a esa misma prensa vendida su material para desacreditar el movimiento, e incluso, hay registros que confirman que en más de alguna oportunidad han sido ellos mismos quienes han destruido nuestra ciudad con montajes cochinos para luego culpar a “los vándalos”.
Con tanto desgobierno, no es de extrañarse que los “chilenos decentes” más extremistas, y que se distinguen del resto por el uso de chalecos amarillos, poco a poco se organizan, se arman, y se instalan en esquinas para ofrecernos más palos y humillaciones. En toda esta vorágine desatada, resulta curioso el hecho de que nunca antes habíamos visto semejante despliegue policial en Chile, ni siquiera para expulsar a los narcotraficantes de las poblaciones más vulnerables. ¿Por qué será?
A pesar de lo anterior, increíblemente, en nuestras calles de todo el país se ha ido dando un verdadero milagro. Chile despertó, y no es solo metáfora, por primera vez estamos frente a frente al marginado: lo vemos, lo entendemos, lo acogemos y luchamos a su lado. Nos hemos inundado de una empatía maravillosa que nos permite entender al otro y querer luchar por un mundo mejor, aún si a mí no me falta nada, no puedo seguir viviendo tranquila en un mundo donde muchos no tienen ni un ápice de dignidad.
Unidos para cambiarlo todo
Lógico que no hablo por toda la población, pero al menos aquellos que estamos en la calle hemos ido de a poco limando nuestras asperezas: grupos que en un pasado jamás habrían estado juntos, hoy están abrazados, y así mismo, poco a poco estamos cada vez más unidos al lumpen, los hemos ido reconociendo como nuestros hermanos olvidados y más fuerzas nos dan para querer cambiarlo todo: por ellos, por nosotros, por todos.
Esa belleza se hace complicada a la vista de mis compatriotas más acomodados, ¡y cómo quisiera que lo entendieran! pero ellos tienen su mirada fija en el terror que infunde la prensa cómplice, los daños materiales y la demonización de los manifestantes, como si fuésemos simples delincuentes. La violencia matona de las fuerzas armadas también hace lo suyo para opacar nuestro despertar, intentando volver a enceguecernos, esta vez a la fuerza y literal, provocando y fomentando un odio que ha ido escalando exponencialmente mientras nuestro propio gobierno nos trata como un enemigo al que hay que atacar, ¡a nosotros, que sólo estamos pidiendo dignidad!
Tozudamente, buscan dividirnos y dañarnos en lugar de escucharnos, haciendo que cada día salir a manifestarnos sea una verdadera lucha, en una contienda desigual, pero que no ha restado nuestra unión. Mientras unos tienen armas y el respaldo político, los otros tienen piedras, palos, y el reproche social, situación que se agrava, por desgracia, debido a una práctica habitual en la clase política de este país: jugar al empate inmoral. Nos violentan porque nosotros somos violentos ¿no les parece indecente poner al mismo nivel la violencia que viene del estado con la que viene de algunos capuchas?
El deber del estado es protegernos, no reventarnos los ojos, abusarnos y hacernos desaparecer.
No es de extrañarse que, por la naturaleza patriarcal de los gobiernos latinoamericanos, se acentúen los síntomas en esa relación tóxica que mantenemos con nuestros gobiernos. En nuestro caso particular, nuestro gobernante nos dice que nos golpea porque nos portamos mal, que quiere lo mejor para nosotros y por eso es tan estricto y cruel, que le duele tanto o más que a sus ciudadanos, que las fuerzas armadas se ponen agresivas para reprimirnos porque hay un par de destrozos y lo merecemos, que hay que cuidar el país de todos porque las cosas son importantes. Sí, las cosas son las importantes y la gente, aparentemente, desechable, siempre y cuando sean pobres. ¿Cómo entonces no desear un país nuevo?
Las cosas deben cambiar: es ahora o nunca. Chile despertó, en todo su esplendor, y por primera vez, en décadas, estamos movilizándonos todos juntos, solidarizando con el otro e intentando elegir la mejor solución para salir adelante, porque no queremos todo gratis, no queremos que la democracia muera ni tampoco queremos quemarlo todo.
Queremos una nación más equitativa, donde la dignidad se haga costumbre y todos tengamos los mismos derechos. Es lógico que el cambio no será inmediato y sabemos que hay mucho que trabajar, pero por algo se empieza. Todo sea por un país más justo donde no volvamos a ignorar a aquellos que sufren, nunca más.