Mujeres muy dulces y empáticas, pero poco familiarizadas con el feminismo, han expresado su preocupación con respecto a la violencia que observan de los colectivos feministas hacia los hombres. Esta inquietud legítima tiene también bases en la complejidad que traen consigo estructuras tales como la heterosexualidad obligada, pero no es mi objetivo hablar de ellas aquí. Quisiera, más bien, explorar y ordenar mis propios pensamientos con respecto al uso de la violencia en el feminismo.
Hubo un tiempo en el que creí ser pacifista. “Sea cual sea el nivel de provocación”, pensaba, “puedo decidir cómo reaccionar y, por lo tanto, tengo la responsabilidad de responder pacíficamente”. A este principio es natural llegar si crees en la libertad como cualidad intrínseca del ser humano y si, como yo, recibiste la versión moralista y caricaturizada del humanismo de Víctor Frankl: si él pudo mantener el sentido de su vida en medio de un campo de exterminio, yo tengo que poder ser libre y recta. 1
Esto fue hasta que me di cuenta de lo mucho que mi privilegio me puede cegar. En efecto, considero que las clases medianamente acomodadas recibieron testimonios tales como los de Frankl y Eger como ejemplos de que con la suficiente fuerza de voluntad, se puede superar cualquier obstáculo. A esta forma de pensar se le conoce como la doctrina del “echaleganismo”.2
El echaleganismo tiene principalmente dos consecuencias indeseables: (1) coloca toda la responsabilidad de la felicidad y el éxito en el individuo y (2) olvida que las condiciones materiales determinan el uso de la libertad. La invitación al reconocimiento de los privilegios propios es una invitación a ser compasivos (sin tener lástima) hacia grupos cuyas condiciones tales como la pobreza, la falta de educación, y la vulnerabilidad política limitan el ejercicio pleno de la libertad.
El pacifismo mal entendido es una respuesta cobarde ante la opresión no sólo propia, sino del prójimo. La consciencia exige el cumplimiento de la responsabilidad para con las demás: no podemos quedarnos calladas mientras sabemos que no todas somos libres.
Así se reconoce el uso legítimo de la violencia en contra de las estructuras de opresión, del pueblo hacia Estado, de las mujeres hacia las instituciones patriarcales. Esta violencia es autodefensa, es el cumplimiento de la responsabilidad de resistir no solo por el individuo, sino por la comunidad. Se trata de la exigencia de una vida justa. Por eso marchamos y agredimos el poder simbólico, por eso intervenimos los espacios y los discursos.
Reconozco que se me pueden hacer dos clases de objeciones. La primera suele venir de parte de personas que consideran correcto usar el descalificativo feminazi para dirigirse a cualquier mujer que no se comporte de acuerdo a lo establecido: (a) “Hay formas de pedir respeto”, (b) “El uso de la violencia sólo desvirtúa una causa justa”, (c) “Lo que las feministas quieren es la inversión de los papeles opresor-oprimido, por lo tanto, las feministas quieren oprimir a los hombres”. Es fácil observar que (a) es consecuencia del individualismo ya citado desde la crítica de la recepción del humanismo por parte de ciertas clases y, por lo tanto, supone que el respeto es una cuestión de mérito individual en lugar de una consecuencia de la dignidad intrínseca al ser humano.
La objeción (b), por su parte, deslegitima el uso de la violencia cuando proviene de las clases cuya opresión conviene al objetor aunque sea de manera indirecta. En otras palabras, se trata de una retórica que pretende mantener sumisas a quienes están inconformes, o por lo menos calladas, lo suficientemente discretas para no alterar el orden que les beneficia.
La tercera objeción (c) es la más profunda de esta primera clase. La creencia de que el binomio opresor-oprimido es fácilmente intercambiable refleja la ignorancia de que el término opresión refiere específicamente a la institucionalización de un sistema que beneficia a determinados individuos por medio de la supresión de las libertades de otros.
El patriarcado se beneficia de la diferencia sexual a través de la construcción social del género para dividir las tareas y limitar el acceso a puestos de poder. Es así como los hombres disfrutan de los cuidados personales de las madres o esposas, satisfaciendo sus necesidades emocionales o del hogar por medio del trabajo no remunerado de las mujeres. Una estructura milenaria con estas características no simplemente se revierte con un simple cambio de las funciones sociales. La meta del feminismo no es tan pobre como alcanzar la igualdad con los hombres: es la abolición absoluta del género.
La segunda clase de objeciones a la legitimación del uso de violencia en el feminismo proviene de los mismos términos de su propio discurso. Los hombres, si bien se oprimen entre sí por razón de su clase, raza, etc., encuentran unión por medio de su sexismo, la creencia de que el orden patriarcal es el fundamento social.
Como lo explica la autora belle hooks: “El racismo ha sido una fuerza divisoria que separa a los hombres negros de los hombres blancos, y el sexismo ha sido una fuerza que une a ambos grupos. Los hombres de todas las razas de Estados Unidos se unen en la creencia común que el orden social patriarcal es la única fundación viable de la sociedad. 3
Esta sociedad patriarcal garantiza el poder con base en la opresión del otro, opresión que se expresa por medio de lenguaje, políticas, tradiciones y culturas violentas. “En una sociedad imperialista patriarcal y racista que apoya y condona la opresión, no es sorprendente que hombres y mujeres juzguen su valor y su poder personal en su habilidad para oprimir a otros”. 4
Entonces, si la violencia es la marca distintiva de la socialización masculina para el mantenimiento de un sistema machista, ningún uso de ella que busque la emancipación de las mujeres puede ser legítimo. Los hombres son los violentos y, puesto que las mujeres queremos emanciparnos de su orden y no solo invertir los roles sociales, no podemos imitarlos. A esto respondo, de nuevo, con la distinción de los tipos de violencia. La violencia opresora no se identifica con la revolucionaria.
No es lo mismo exigir el cumplimiento de nuestros derechos con agresividad que el establecimiento de un sistema cuyo resultado es la sumisión, violación y muerte de las mujeres.
La violencia feminista es disruptiva, entra sin pedir permiso en los espacios públicos porque no tiene pretensiones de seguir las reglas de un sistema feminicida.5
Es, pues, legítimo nuestro uso de la violencia. Cuando las feministas, llenas de justa rabia, clamamos que los hombres deben tener miedo, es porque buscamos derribar el pedestal del que se benefician. La caída dolerá. Tienen razón en temer.
El enseñar el cuerpo desnudo de una mujer no es solo un ataque a la moral establecida, sino a la concepción de la mujer como bien de consumo para el hombre. Los cantos y los cambios de género de los sustantivos (cuerpa, corazona, munda) rompen con un lenguaje que universaliza al hombre como representante de todo lo humano.
También están los escraches: el rompimiento del silencio constituye una afrenta a las instituciones patriarcales, a los puestos de poder, a todo lo que busca someternos. Por último, las pintas y los destrozos a monumentos son agresiones reales al espacio público del poder patriarcal. Sí queremos dañar los símbolos. Sí queremos romper sus estatuas. No tenemos respeto por la historia construida para mantenernos quietas.
Quisiera hacer énfasis en la diferencia entre las feministas y el sistema machista, y la clase de violencia que es legítima para ellas. Una vez estuve en una marcha que exigía justicia para una niña que fue violada por cuatro policías y que tuvo que retirar su denuncia porque alguien filtró sus datos y su seguridad estaba amenazada. Todas cantábamos en contra de los puercos que se cubrían entre sí.
De repente, una mujer a mi lado le gritó a una espectadora que se estaba riendo “ojalá te pase a ti también, por puta”. Hablarle de “puta” y desearle la violación a otra mujer perpetúa el uso de la violencia patriarcal como herramienta de sometimiento. Esta historia debe servir para reflexionar sobre las habilidades que, habiendo sido socializadas como mujeres, poseemos. No busquemos imponer, sino liberar.
Si bien la violencia sirve para irrumpir en contra del poder simbólico, no es la base de la resistencia feminista. Nuestra base es el cuidado mutuo, la sororidad, el amor político entre mujeres que permite formar una nueva clase de comunidad. Por eso no se puede ser feminista si se es racista, clasista o gordofóbica. Se trata de un compromiso político que exige la consciencia y el reconocimiento de estructuras que nos parecen ocultas, y la unión de las mujeres a través de ellas para desmantelar el patriarcado. 6
Las feministas no somos violentas. Usamos la violencia para seguir vivas. Pero más que ser agresivas, somos cuidadoras, protectoras, hermanas de mujeres que ni siquiera conocemos o que dicen no sentirse representadas por nosotras. Sí, podemos quemarlo todo, pero después seremos tierra fértil de cultivo.
Notas
- Recomiendo leer La bailarina de Auschwitz de Edith Eger para lo que me parece una versión más accesible, cálida y horizontal de la vivencia del humanismo de parte de una superviviente de la Segunda Guerra Mundial.
- Desde un punto de vista teórico, se trata de una vergonzosa confusión entre una cualidad y una facultad humanas, a saber, la libertad y la voluntad.
- “Racism has always been a divisive force separating black men and white men, and sexism has been a force that unites the two groups. Men of all races in America bond on the basis of their common belief that a patriarcal social order is the only viable foundation for society”: belle hooks, Ain’t I a Woman?, p. 117.
- “In an imperialist racist patriarcal society that supports and condones oppresion, it is not surprising that men and women judge their worth, their personal power, by their ability to opress others”, Ibid, p. 122.
- Se pueden retomar la teoría sobre los ejes de interlocución expuesta por Rita Laura Segato en La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez para comprender mejor esta idea de las distinciones de violencia. La violencia opresora es vertical, va de arriba hacia abajo, y busca someter. La violencia como reclamo de justicia tiene la dirección contraria: de abajo hacia arriba, busca la emancipación de la mujer de tal sometimiento.
- Estoy consciente de que determinados movimientos de mujeres, como algunos indígenas, prefieren no identificarse con la etiqueta de feminista. También comprendo que hay obstáculos complejos para la hermandad entre mujeres de distintas clases y razas. Quisiera dejar claro que, aunque no trato el tema en el texto, no desestimo estas consideraciones.