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Soy antirracista porque sé que soy racista

Soy antirracista porque sé que soy racista

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Consumo apto para: personas blancas, blanco-mestizas, blanqueadas, aspiracionistas y/o con privilegios de clase

Una pequeña introducción

Como la mayoría de las chicas de los 90, yo crecí pensando que no era racista y que, además, el racismo era más un problema del pasado que uno actual. Ahora confronto el racismo interiorizado, no por culpa ni para recibir una estrellita dorada en la frente, sino porque el racismo que más nos impide avanzar colectivamente es el que nos negamos a ver.

Es una contradicción casi risible cuando alguien reclama que no es racista y al mismo tiempo reconoce no tener interés alguno en el pensamiento antirracista, ni en lo que tiene que decir sobre el racismo alguien que lo sufre diario. Y sin embargo, es de las actitudes más comunes cuando sale el tema del racismo en conversaciones casuales y redes sociales. 

Audre Lorde (y muchas otras autoras, desde luego) tiene varios textos y discursos que señalan el racismo velado (sólo para ellas) de las feministas blancas, uno de los más potentes es la conferencia “Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”1 que compartió en un congreso feminista en 1979. Cierra el discurso diciendo: 

“Insto a cada una de las mujeres aquí presentes a que se sumerja en ese lugar profundo de conocimiento que lleva dentro y palpe el terror y el odio a la diferencia que ahí habitan. Y a que vea el rostro que tienen. Es la condición para que lo personal y lo político puedan comenzar a iluminar nuestras decisiones.”

Escribo esto en respuesta a esa petición de Audre, porque creo que es una petición vigente y asumo la responsabilidad personal de hurgar en mí. Es responsabilidad de cada una cuestionarnos si nuestros “espacios seguros” son inseguros para alguien más y cuestionar lo violento que es decir “que se construyan sus propios espacios entonces” en cuanto algo nos incomoda. Necesitamos concientizar el hecho de que según el grado en el cual encajamos o nos adaptamos al orden blanco-mestizo, recibimos mejor trato en instituciones de todo tipo, mayor confianza por parte de desconocidos en la calle y en prácticamente cualquier espacio, tenemos más acceso a la movilidad, a la vivienda, al trabajo, mayor representación en medios, en la moda, en el arte y en el entretenimiento, mejores sueldos, menos violencia policiaca; en resumen, más acceso a una vida plena y libre de violencia, más acceso a la vida. (Utilizo el femenino en vez del masculino neutro, pero entiéndase que me dirijo a personas de cualquier género).

Este extraño ejercicio que no es ni ensayo, ni autobiografía, ni crónica, ni confesión, sino un poco de esto y un poco de aquello, comparto algunos ejemplos de momentos o situaciones donde el racismo/ pensamiento blanco se hizo presente para analizarlo dentro de su contexto, así como de manera entrelazada. Quizá les detone algunos recuerdos de sus propias historias. Todas dejan de manifiesto la naturalización de la idea de que ciertas vidas valgan más que otras y son protagonistas de la historia, y eso no es poca cosa.

La segregación racial en mi escuela en Dallas, Texas, a finales de los 90

Mi escuela en Dallas, Texas, donde cursé de primero a tercero de primaria, mantenía una segregación aparente aunque no estuviera determinada oficialmente en papel. Todos los niños con apellidos latinos estábamos en el mismo salón (bajo el pretexto de que teníamos “inglés como segundo idioma”) pero también, por alguna razón, había salones de puros niños negros (¿cuál era el pretexto ahí? me preguntaba). Los salones de los negros y los latinos estaban en casitas de cartón portátiles afuera; la población estudiantil había excedido desde hace mucho la capacidad del edificio principal, pero por alguna razón, los salones de los niños blancos estaban en este edificio principal y los de los negros y latinos estábamos afuera. Recuerdo muy vívidamente la segregación a nivel visual cuando se hacían asambleas de toda la escuela y quedábamos divididos en manchas tricolor. 

Ejemplo del tipo de salones portátiles (no encontré fotos del tipo exacto)

El edificio principal de Preston Hollow Elementary School donde asistí en Dallas (la zona de salones portátiles, juegos y canchas se encuentra detrás del edificio)

También recuerdo muy bien la sensación de que yo no era “Latina” o “Hispanic” (etiquetas en extremo problemáticas) de la misma forma que mis compañeritos. La mayoría de sus padres eran obreros o campesinos, habían migrado ilegalmente, varios no sabían leer escribir o hablar inglés.

Mi papá había llegado a trabajar de forma legal para un trabajo burocrático del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América Latina). Además, tanto él como mi mamá eran artistas, calificaban como “alternativos” e “izquierdosos” en ese contexto, nosotras habíamos estudiado en escuelas Montessori en la Ciudad de México, entre otras situaciones que me hacían sentir diferente, pero “diferente bien”.

Mis papás no tardaron en ir a la dirección de la escuela para pedir que me cambiaran a otro salón, cuando vieron que el nivel en los salones de los niños latinos estaba más bajo que en los salones de adentro. Al principio no accedieron a la petición, inventando alguna u otra excusa. Por ser quienes son, verse como se veían, y poder dirigirse como se dirigieron, insistieron de tal forma que la escuela les hizo caso. Pasamos la prueba de la blanquitud. Me cambiaron a un grupo para niños “más avanzados”, donde había en su gran mayoría niños blancos, con uno que otro “representante” de algunas “minorías” étnicas y raciales, como yo. Terminé en un programa para niños “dotados”, al que siempre me pregunté su hubiera sido incluida de haber seguido en el otro salón.

Mis papás no me enseñaron a sentirme superior a las personas negras, ni me habían contado mitos dañinos para que los odiara, ni sobre las personas indígenas, incluso tenía la noción de que el racismo estaba mal y recuerdo vagamente a mis papás muy escandalizados por la segregación, pero pesó más la naturalización de ello en mi entorno, que me enseñó que las personas blancas pertenecían en la cima. Siendo más exitosos, más inteligentes, más alegres. Porque así son las cosas, nada más. 

Barrio de negros o latinos= barrio feo, barrio peligroso

Unos años después, me mudé a Washingon DC, una de las ciudades con mayor diversidad de nacionalidades por ser la capital con todas las embajadas del país. En un cuadrante de la ciudad que abarca más o menos una cuarta parte, se concentra la población ligada a la diplomacia internacional junto con los barrios pudientes de gente mayoritariamente blanca. Los otros tres cuartos de la ciudad son barrios abrumadoramente negros y algunos latinos. A mí me tocó vivir en el Washington “bonito”, donde aprendí que “blanco” era sinónimo de “bonito”, donde vivía la gente buena, que era la gente rica. Que no es lo mismo “internacional” o “cosmopolita” que “étnico”, y que la población negra, aunque fuera mayoritaria numéricamente, era una “minoría racial”.

Los barrios negros y latinos eran “feos” y “peligrosos”. Cuando caminaba por las calles del barrio que estaba cerca de mi casa (del otro lado de la “frontera” de la calle 16) me sentía más insegura que en las zonas donde estaba mi escuela o la oficina de mi papá, aunque nunca nadie me hizo nada: sólo porque era diferente y porque me habían hecho creer que esa diferencia significaba peligro.

Ilustración gráfica de la división: la “frontera” de la calle 16 se encuentra justo por donde se empieza a oscurecer más notablemente el mapa. Los colores más claros indican menor porcentaje de población negra y los más oscuros, mayor. 

En efecto había mayores índices de criminalidad y pobreza, pero mi miedo no era una reacción, era un prejuicio. Estaba viendo gente normal, ocupando el espacio público, familias yendo por sus compras, hombres buscándose la vida, pero con el miedo latente por lo que yo asociaba a su diferencia: el miedo a ser víctima de un crimen, el miedo a que sean personas inestables o malas, monstruosas.

El estereotipo gringo de la latina que habla fuerte, viste de muchos colores, trabaja en un salón de belleza y baila salsa estaba muy alejado de mis aspiraciones a ser una mujer intelectual, seria, tal vez en la diplomacia o en alguna posición para “cambiar el mundo”. Yo no me identificaba con esa latinidad, salvo cuando me convenía exotizarme “sólo un poquito” con mis círculos blancos. Como cuando les contaba que en México tenemos frutas que allá no existen, o que existe algo llamado Pelón Pelo Rico. Me encantaba la atención que me daban y el asombro que me mostraban mis amigas blancas cuando les contaba de esas cosas. 

Así como en algunos casos yo me distinguía de mis compañeros latinos y gozaba de algunos privilegios que ellos no, en otros casos era catalogada como “estudiante de color” para cubrir cuotas de diversidad. La latinidad está mal conceptualizada porque termina sirviendo a las personas más blanqueadas y con mayor privilegio de clase, les permite apropiarse de experiencias ajenas cuando les conviene y deslindarse de ellas cuando no. Muy parecido a lo que sucede con el término “mestizaje” en México y Latinoamérica. Al respecto han escrito muchos autores y autoras decoloniales como Bolívar Echeverría, Rita Segato, Aura Cumes, entre otros.

A pesar de todo, yo no me sentía privilegiada y a lo que más aspiraba en el fondo era a ser como las niñas (realmente) blancas, vivir en sus casas de ladrillo con jardines enormes, manejar sus coches BMW, Audi y Mercedes, usar sus bolsas de Coach y de Kate Spade, ser naturalmente delgada y lampiña, poder entrar a una tienda Abercrombie y jugar Lacrosse. Como cuando eres mujer y sabes que la heterosexualidad, la feminidad, la delgadez o la belleza te pueden dar ciertos privilegios pero nunca te sentirás “lo suficiente”, yo sabía que tenía ciertos privilegios de clase y de pasabilidad, pero sólo me daban estándares más imposibles a los cuales aspirar. Seré privilegiada, pero para las personas gringas blancas de clase alta, yo no era su semejante; yo me sentía una monstrua burda, morena y peluda y me daba pena que nuestro carro fuera de los más viejitos y básicos.

Racismo descarado en mi escuela privada whitexican de Polanco

De vuelta en México, años después, en una escuela donde todos hubiéramos sido considerados “latinos” si estuviéramos en Estados Unidos, vi cómo se establecían jerarquías basadas en qué tanto nos adaptábamos (o no) a los cánones de belleza de la blanquitud. Importaba, sobre todo en las niñas, si eras flaca o gorda, si tenías rasgos faciales “finos”, cómo te vestías, cómo hablabas, pero sobre todo, qué tan clarita era tu piel. Las niñas tenían que ser amaneradas, miedosas y vanidosas y los niños tenían que ser inteligentes, dominantes y ocurrentes: el género según la blanquitud.

Al niño con el tono de piel más oscuro le pusieron el apodo burdo y poco creativo de “el Negro” que, según la ocasión, podía mutar a “pinche negro” o “pinche negro feo”, aunque en realidad mi compañero no tenía ninguna característica que estuviera asociada a lo convencionalmente feo. Sólo tenía la piel más oscura. Y claro que los maestros se daban cuenta que así le decían y ninguno nos dijo nada nunca.

También era muy común que se escuchara “pinche indio” o “no seas india”. Era común que ante algún maestro o maestra claramente inseguros o asustados, se les hiciera bullying clasista del tipo “eres mi empleado” o “mis papás pagan tu sueldo”. O que los chicos contaran historias de cómo iban manejando borrachos por La Herradura2 y cuando los paraba la policía los insultaban diciendo “pinche asalariado”, “pinche chango”.

Una vez una compañera española se quejó conmigo de su mamá que dejaba que “la chacha” se sentara a comer con ellos en la mesa. El racismo y el clasismo están completamente normalizados, no tienes que estar en círculos de élite para escuchar comentarios como “ahí negrean”. En México no disfrazamos nuestro racismo con corrección política infantilizante como en Estados Unidos, por lo que estos comentarios me saltaban mucho al principio, pero nunca confronté a nadie al respecto… finalmente no me afectaba directamente y sufría de bullying que me hacía sentir carente de poder frente a ellos. En este mundo aspiracionista blanco de Polanco, tampoco pertenecía.

El gaslight de la “ceguera de color” en el mundo de la espiritualidad

Años después, al terminar la licenciatura, después estudiar Letras Inglesas en la UNAM y ampliar un poco mi horizonte, me fui a vivir a Chiapas y “descubrí” que el pueblo maya sigue vivo con todo y su cultura, lenguas y cosmovisión. Me mudé a San Cristóbal de las Casas y fue ineludible la presencia del tsotsil.

El tsotsil y el tseltal se escuchan por las calles de todo San Cristóbal, sobre todo por el mercado y los barrios irregulares que no dejan de surgir en la periferia, aunque en el centro y zonas turísticas es tanta la gentrificación y apropiación cultural que casi treinta años de levantamiento zapatista no alcanzan a contrarrestarlo.

Yo llegué en mi calidad de chica privilegiada que se puede tomar un año después de la uni para “explorarse” y decide ir a un pueblo mágico “bien místico”, “para escribir la tesis” (o sea, para explorar cascadas, ligar con hombres hippies y conocer “chamanes” que la puedan guiar en su colorido y prometedor camino espiritual desatado por el consumo de psicodélicos). 

Conocí a muchas chicas europeas que publicaban fotos de niños y niñas tsotsiles en sus redes sociales, sin permiso ni el menor escrúpulo. Debo confesar que alguna vez yo también dije “qué belleza” y fotografié a alguna niña indígena que sólo existía en su entorno. Yo tenía más en común con las europeas y las gringas que con una viajera mexicana sin privilegios de clase o con una chica de San Cristóbal, aun siendo mexicana. Gozaba mucho de la movilidad al interior de ese mundo, de poder pasar de un bar hablando en inglés a un cerro para presenciar una ceremonia maya donde nadie habla español. 

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Conocí a reikistas y yogis que romantizaban la conquista española porque “aman el pan y aman el maíz” y porque “en algunas vidas has sido el conquistador y en otras el conquistado” entonces “somos lo mismo”. Escuché muchas veces que “atraemos lo que nos pasa” y que con una mentalidad “de abundancia” podíamos “transformar la realidad material a nuestro alrededor”. Basta con decir que tuve muchas “amigas” que me invitaron a participar en “flores de la abundancia”.

Lo más problemático es que muchas veces estas enseñanzas fueron promovidas como sabiduría maya. En grupos donde un hombre parcialmente maya era la única persona indígena ahí, no había nadie de su propia cultura para cuestionar lo que estaba haciendo pasar como maya y sus seguidores blancos no parecían extrañarse de que no hubiera más personas mayas presentes o respaldándolo.

Estoy pensando en un personaje en particular, pero podría ser cualquiera porque son todos casi iguales. El típico chamán que te habla sobre no violencia en el día, y en la noche golpea borracho a su asistente/novia/todóloga. El chamán que usa su privilegio de hombre y se aprovecha de la exotización y la marginación que siguen jodiendo a su pueblo para vender una mentira y lucrar con una falsedad, hablando siempre de la luz, del amor y de la comunidad mientras alimenta un culto a su personalidad. Pude ver que machismo y el racismo hacen muy buen equipo y comprobar que son dos cabezas de un mismo monstruo, como han apuntado muchas pensadoras decoloniales.

En Chiapas se dan condiciones muy parecidas a las que se dieron en Estados Unidos para que hombres como Osho y como Bikram3 pudieran estafar y violentar a muchísimas personas. Pero no sería posible sin la hipócrita “ceguera de color” de la gente blanca (o blanqueada), de nuestra comodidad, de nuestro interés selectivo y perezoso por “ayudar”, de nuestro extractivismo epistémico y nuestra apropiación cultural, de nuestra costumbre de que alguien más haga el trabajo y nosotros nos llevemos el crédito, de que si podemos pagar por algo, no necesitamos hacer el trabajo para recibir los frutos.

Y sobre todo, sin nuestra falta de respuesta ante la desigualdad y el despojo que es la realidad cotidiana e histórica de la mayoría de las personas en el mundo. Visto en este contexto, casi podemos justificar las acciones de este tipo de estafadores, si no fuera porque justificar a quienes abusan de las personas que los aman y ayudan siempre es como dispararse en el pie. 

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Queda claro a estas alturas que la blanquitud no es sólo un color de piel, es una maletota muy difícil de desempacar que otorga beneficios sistémicos pero también distorsiona nuestra percepción porque pocas veces hay alguien que nos cuestione. Esas distorsiones pueden ser demasiado peligrosas para quien peca de ingenuidad. Lo viví en carne propia cuando anduve con un hombre que estaba bien encaminado a convertirse en uno de estos “chamanes”. Después de estar embobada por las seducciones estéticas y discursivas de la espiritualidad New Age, sentí que “desperté” nuevamente como pareja de un “verdadero” hombre indígena. Ahora yo le iba a explicar a otras mujeres blancas cómo eran las cosas… porque yo sí entendía. Pasé a mi etapa de mesías blanca luchadora social. 

El salvacionismo mesiánico blanco en el mundo de la justicia social

Empecé a tener una pareja tsotsil y de pronto me sentí una experta en la materia, como si no hubiera estado del lado de la ignorancia dos minutos atrás. Pasaron muchas cosas, algunas de las que he escrito y escribiré en otros lados, pero en relación al tema que nos concierne, fue sin lugar a dudas la mayor revolcada que me ha dado una aspiración altruista. 

Desde que empezó, estaba consciente de que estaba siendo confrontada con la diferencia: genuinamente se sentía como la colisión de dos universos. Yo me sentía como Jane explicándole a Tarzán que en las ciudades, dormimos en colchones y usamos piyama y asombrándome por los secretos de la selva que me compartía Tarzán.

No me daba cuenta de que Tarzán no era tan Tarzán, sino un hombre con mucha malicia (y totalmente fruto de su tiempo histórico y no un vestigio del pasado) que llevaba varios años en San Cristóbal y definitivamente conocía los colchones. Yo lo romantizaba y lo exotizaba, él se daba cuenta y lo usaba a su favor. Como Osho, como Bikram hicieron con tantas mujeres y hombres occidentales (mi pareja también tenía un efecto parecido sobre los hombres). Pero esto no se trata de lo que él hizo. Nada justifica las violencias que cometió contra mí ni otras personas, pero parte de mi proceso de sanación ha sido reconocer las conductas y actitudes que estaban equivocadas en mí, que estaban arraigadas en el mito, el ego y el autoengaño. Y que también eran racistas y violentas.

En particular me gustaría examinar la relación con las mujeres de la cultura “otra” desde el privilegio de clase y raza. Mi pareja de aquel entonces tenía varias hermanas y una mamá muy dulce y amorosa con quienes se dio una relación muy cálida, llena de sonrisas cómplices y con varias aperturas a expresarse en confianza. Aunque con la mamá la barrera del lenguaje era total, con sus hermanas sólo era parcial. Yo “me la creí” que ya era parte de la familia, que me veían como su igual, aunque eran muy conscientes de mi diferencia, pero que veían que yo “no era como las demás kaxlanas4” y estaban tejiendo genuinamente una alianza de sororidad conmigo. 

Muchas veces su aprobación y mi lealtad hacia ellas me importaba más que las de mi pareja hombre. En las fiestas tradicionales, me ponían un huipil y una enagua, me invitaban a hacer tamales con las mujeres; mi pareja se iba con los hombres a cortar la leña y beber alrededor del fuego. Yo me sentía parte de todo eso y parte del comadrazgo.

A diferencia de como era en mi familia, donde intelectualizábamos todo desde una moralidad burguesa, en este contexto había pocas palabras (al menos en una lengua que yo entendiera) y mucha comunicación no verbal para transmitir aceptación, inclusión. Ese sentido de pertenencia fue un bálsamo para mi alma que siempre se sintió vagante, a la deriva, extraña, incómoda. Nunca pensé en lo que podrían decir de mí cuando yo no estuviera, o bajo qué tipo de moralidad se me juzgaba o pudiera juzgar ahí. Tampoco pensaba en las motivaciones externas que podían tener para aceptarme, ni consideraba la posibilidad de que en el fondo mi individualidad les era totalmente indiferente. Me sentía muy especial y parte de todo a pesar de no haber sembrado ni cosechado el maíz, no haberme aprendido la receta, ni el proceso, ¡ni siquiera hablar la lengua! sólo por llegar a amasar y tomar fotos en el momento clave y a pesar de recibir trato especial constantemente. Era la típica turista que cree que hace un favor con su presencia: estaba siendo extractivista y algo ridícula sin darme cuenta. 

Más o menos por estas fechas, se viralizó en Estados Unidos el caso de Rachel Dolezal, una mujer blanca que se hizo pasar por negra prácticamente la mitad de su vida hasta llegar a ser presidenta del capítulo de la NAACP (La Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color). Al ser descubierta, en vez de reconocer que había ofendido a quienes realmente integran la comunidad negra, insistió en comparar el passing5 de blanca a negra que ella hacía por “inspiración”, con la forma en la que las personas negras han buscado y a veces logrado hacer passing de negras a blancas por sobrevivencia, para perfilarlo como un acto valiente de una justiciera. 

Yo también llegué a hacer falsas equivalencias entre lo que yo estaba haciendo al “renunciar” a mi identidad blanco-mestiza (ahora me río de mí misma por haber creído que lo podía hacer) y lo que hacen las personas indígenas cuando dejan de usar su traje tradicional o hablar su lengua para acceder a una mejor calidad de vida en la ciudad. No es lo mismo tener tanta seguridad social que puedes dedicarte a “conocerte a ti misma” después de la universidad, que asistir desde chico a un internado porque en tu comunidad no hay secundaria y nunca descansar en el intento de trepar la pirámide social. Yo le estaba quitando todo matiz a las desigualdades estructurales y plantéandolo como un asunto de “buenos” y “malos” indígenas… indígenas que valoran su cultura vs. indígenas aspiracionistas que la traicionan. Además lo estaba planteando como un asunto de decisión libre, como si se les bifurcara el camino completamente en dos y no como es realmente, un navegar constante entre realidades contradictorias y coexistentes. Y yo como mujer privilegiada que había “sabido reconocer” la superioridad de la cultura indígena, era la más admirable y conmovedora de todas (“soy especial porque me rebelo contra mi crianza y renuncio a todos los privilegios de la blanquitud”). 

Así como Dolezal descalifica a las personas negras que la critican, alegando que entenderían que el racismo es un constructo social si hubieran leído los mismos libros que ella, yo paternalistamente pensaba que si más personas blancas como yo les “enseñábamos” a las personas indígenas lo valiosa que es su lengua y su cultura, ya no “eligirían” aspirar a la blanquitud. Ahora entiendo todas estas actitudes como paternalismo y whitesplaining.

Si bien yo nunca tuve el delirio de sostener que yo era una mujer indígena igual que las hermanas de mi pareja, sí llegué a sentirme como una especie de iniciada, capaz de identificar lo verdaderamente maya de lo falso, cuando la realidad era que estaba siendo engañada y manipulada justo por la incapacidad que tenía para comprender algo que evidentemente no conozco.

Me di cuenta que a pesar de haber sentido que había evolucionado años luz en cuanto a consciencia social a partir de tener un novio tsotsil, en realidad tenía mucho más en común con esos hippies blancos que le creyeron a Osho y a Bikram y al chamán de San Cristóbal, que con sus hermanas con quienes compartía la condición de mujer. Como tantos antropólogos occidentales han hecho y siguen haciendo con muchísimas culturas, se me olvidó que mi ojo era un ojo colonizador. Lo mismo le pasó a Dolezal para que defendiera su identidad negra con el argumento de que “desde chiquita sentía fascinación por las imágenes de las personas negras que salían en las fotos del National Geographic, y porque era más unida con mi hermano adoptivo negro que con mi familia biológica”. 

Cuando me enteré del caso Dolezal en un artículo de un periódico blanco escrito por una persona blanca, me pareció fascinante y hasta me identifiqué un poco con ella. Yo también era una “disidente” de raza y clase que se sentía más afín a “los de abajo” a pesar de ser una whitexican que creció entre Estados Unidos y la Condesa. Ella incluso tiene el argumento de que su familia era de clase trabajadora, aunque eso no le quita lo blanca, como bien señala Ijeoma Oluo6 en una entrevista con Dolezal que leí después, y me hizo sentir vergüenza por no haber sido crítica del artículo blanco. Esa entrevista ya es un clásico en la literatura antirracista contemporánea en Estados Unidos, pero el caso en México y Latinoamérica es poco conocido.

Dolezal siempre sintió que estaba haciendo algo muy radical y como había dedicado su vida a la lucha antirracista, sentía que era incapaz de hacer algo que pudiera dañar a la comunidad negra. Como cualquier opresor, aplicó el chantaje de: “Pero, ¿cómo es posible? ¡después de todo lo que he hecho por ti!”. Dolezal estaba convencida de que su sola existencia desde ese lugar iba a contribuir a desmantelar el racismo sistémico que oprime a las personas negras. Pero en los hechos, cuando las mismas personas que siempre ha dicho amar y defender se voltearon en su contra, en vez de revisarse, se hizo la víctima al grado de caricaturizar a sus opositores- racistamente. 

Cuando la mamá y las hermanas de mi pareja se voltearon en mi contra, culpé las barreras culturales, culpé a mi entonces ya ex pareja por manipularlas en mi contra, pero también me di cuenta de los errores que yo cometí. Nunca las he criticado públicamente, ni ridiculizado, ni insultado. Me consuela saber que al menos no me aferré a mi versión como ha hecho Dolezal. Ahora me da cringe recordar cómo pensaba que lo mejor que podía hacer como “aliada” blanca era entrar en un matrimonio interracial y hacer sororidad con las mujeres de la otra cultura, para esencialmente hacer un performance del neo-mestizaje y ser la “salvadora blanca” que complementa su sabiduría femenina como mujeres mayas con mi feminismo blanco que “seguro les va a servir mucho para rebelarse contra el machismo en su comunidad”.

La conclusión a la que llega Ijeoma Oluo tras la experiencia de entrevistar a Dolezal es que, al experimentar su necedad en carne propia, le parece menos una villana monstruosa y más una humana ridícula que es simplemente la epítome de la blanquitud. Eso, por alguna razón, reduce su enojo hacia ella. Traduzco un fragmento de la conclusión de Oluo:

“Dolezal simplemente es una mujer blanca que no puede evitar ponerse al centro en todo lo que hace–incluyendo su lucha por la justicia racial. Y si la justicia racial no la pone en el centro, cambiará la definición de raza para que suceda (…) Quizás ahora que veo lo poco original que es todo esto, aun con el nombre de mi hermana que ha reclamado como propio, ya no me embrujará y sólo se confundirá con el resto de la supremacía blanca que combato a diario” 

Yo también soy y he sido, en un sinfín de ocasiones, una mujer blanca que no puede evitar ponerse al centro en todo. Incluso lo hice en este artículo, aunque lo justifique diciendo que quise hablar del racismo desde una perspectiva que invitara a llevar lo personal a lo político y a ejercer una memoria crítica sobre nuestras propias historias. Quise romper el hábito de resaltar sólo las partes buenas, sólo los aprendizajes y no compartir las historias vergonzosas, no poder hablar públicamente de todas las formas en las que la hemos cagado de una forma muy cringe. Podría seguir y seguir con los ejemplos, pero prefiero dejar de llenar más páginas para que mejor se pongan a llenar las propias de “evidencias anecdóticas del racismo cotidiano” como las que he presentado aquí. 

A modo de conclusión

Revisemos nuestras historias. Está bien que queramos acercarnos a las culturas que siempre nos dijeron eran tontas, débiles e inferiores (que han sido infantilizadas, exotizadas y saqueadas por los colonizadores en todo el mundo) porque ya somos críticas de esa cultura dominante, pero nuestro acercamiento será destructivo si usamos ese interés como pretexto para imponer nuestra versión e interpretación de la realidad. 

Revisemos nuestras contradicciones. El mayor daño que nos hace el privilegio blanco a quienes “gozamos” de él es el de distorsionar nuestra percepción, agrandar nuestro ego y sentido de importancia. No por nada los hombres blancos son quienes más han podido jugar con la idea del espacio (tanto el terrestre como el extraterrestre) y quienes consistentemente lo han hecho en clave de colonización (y lo siguen haciendo).

No lleguemos a lugares nuevos donde queremos aprender, a ocupar todo el espacio con nuestras ideas, nuestras voces, poniéndonos al centro de la conversación. Es importante revisar nuestra historia y contarla si queremos, pero también saber distinguir entre ese ejercicio profundo y ser un experto en algo. Para entrar en una lucha social o una conversación colectiva, lo más profundo se logra no con grandes gestos heroicos, sino escuchando, para reconocer las maneras en las que NO eres como te gustaría pensar que eres, NO eres tan diferente como te pensaste. Luchemos contra la idea protagónica de que el cambio profundo deja impacto visible y ruidoso, los grandes cambios son fruto del trabajo interno y silencioso. Las voces negras, morenas e indígenas son las que deben ocupar todo el volumen del micrófono, no las nuestras. Reconocernos producto de nuestro entorno e instrumento para sus fines políticos es primordial para recorrer un camino que tenga la genuina posibilidad de transformar algo. Pero este camino no termina ahí. Reflexionar nos sirve para dejar de reproducir discursos y actos dañinos, pero las reflexiones individuales por sí solas no tienen el potencial de transformar la sociedad. Después de aprender cuándo callar, hay que aprender cuándo alzar la voz, cuándo organizarnos, cuándo confrontar, CÓMO REDISTRIBUIR RECURSOS, qué hacer y qué aconsejar, a quiénes y cómo. Llevemos una consciencia anti-racista a todos los espacios en los que participamos y actuemos en consecuencia en la mayor medida posible, aun cuando incomodemos y esto nos incomode a su vez.

Y tú, ¿sigues creyendo que sólo los grupos de odio abiertamente supremacistas son racistas en esta sociedad? ¿o que es “igual de problemático” el “racismo a la inversa”? ¿o que #notallwhitepeople porque tu familia y amigos son diferentes?

Referencias y notas

1 “Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo” en La hermana, la extranjera: artículos y conferencias de Audre Lorde, trad María Corniero, editorial horas y HORAS, 2003. PDF

2 Zona residencial de la Ciudad de México donde predominan mansiones y edificios de departamentos lujosos

3 Al respecto de las violencias y estafas de Osho, pueden ver el documental Wild Wild Country y al respecto de las de Bikram está el documental Bikram: yogui, gurú, depredador, ambos en Netflix.

4 Kaxlan es la palabra tsotsil para referirse a las personas mestizas, también referidas como ladinas y a veces es un término paraguas para cualquier persona que no es batsi vinik ants (hombre o mujer verdadera), es decir, de origen maya. “Kaxlana” es una feminización desde el español para distinguir a las mujeres de los hombres kaxlanes.

5 Passing es un término que surgió entre la comunidad negra en Estados Unidos para referirse a la estrategia que muchas personas de origen afro con rasgos más “finos” o piel más clara emplearon para acceder a una mejor calidad de vida y seguridad al hacerse pasar por blancos por medio de la vestimenta, la forma de hablar, las amistades y a veces incluso cambiando sus nombres. 

6 Ijeoma Oluo es una escritora y periodista nigeriana-estadounidense. Se hizo famosa por sus artículos críticos sobre la raza y la invisibilidad de las voces de las mujeres, como reveló en su entrevista de abril de 2017 con Rachel Dolezal, publicada en The Stranger. Pueden leer el artículo en inglés en la siguiente liga. No he encontrado una traducción al español.

Agradecimiento especial a la cuenta “Mestize Radicale” de Instagram que ha abonado a mis reflexiones y también es la fuente de varios de los memes, algunos originales de ellos y otros reposteados.

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