Artemisa M. nos comparte su experiencia de dos viajes que realizó con sus hijas, uno a Italia y otro a Cuba hace más de 15 años. A pesar de que muchos le comentaron que no debía hacerlo “sin la compañía de un hombre”, nos cuenta a qué situaciones se enfrentaron y cómo salieron adelante.
Hace muchos años me separé de mi marido. En ese entonces mis hijas tenían 13 y 11 años, muchas personas, hombres y mujeres, me dijeron que iba a estar muy difícil salir adelante con ellas, sobre todo al ser una “madre sola”.
Al principio probablemente el miedo a lo que no has vivido te paraliza un poquito, pero solo al principio. Luego empiezas a sentir una enorme libertad. No es que antes no la tuviera, pero esta era una libertad distinta.
La misma emoción que sientes cuando ya no tienes que pedir permiso a tus padres para salir. Pero también sentí un poco de tensión porque ya no había con quién compartir las culpas por los errores inminentes.
Mi trabajo me dejaba mucho tiempo libre y aunque sin horarios (ni sueldo fijo), yo debía estar siempre al pendiente. Me gustaba mi trabajo, no tanto por lo que hacía, sino porque en cierta forma me permitía tener libertad con mi tiempo. Lo mejor era cuando me arriesgaba y lo dejaba a alguien más mientras yo me escapaba con mis hijas para viajar.
A cualquier lugar que fuéramos teníamos mucha curiosidad por conocer qué había más allá de la puerta. Viajábamos a diferentes lugares y de nuevo me encontré con el mismo comentario. Muchas personas, hombres y mujeres, me dijeron que algunos viajes no los debíamos hacer “sin un hombre”.

El primer viaje juntas
El primer viaje que hicimos juntas fue para visitar a sus abuelos paternos que vivían en Italia. Hicimos una escala de nueve días en París.
La última noche llegamos a la estación de trenes en la periferia de la ciudad para tomar el tren a Milán. Sin embargo no pudimos hacerlo a pesar de llevar boletos pues no sabíamos que debíamos reservar literas y ya no había disponibilidad hasta la noche siguiente.
Sin mucho dinero y muy lejos del centro de París tuvimos que salir a las calles oscuras y solitarias a buscar algún lugar donde pasar la noche, sin mapas, ni internet, ni Waze ya que en ese tiempo no existía.
Un pequeño problema era que yo no veo en la penumbra y menos en la oscuridad por una enfermedad hereditaria. Así que mis hijas, de 11 y 13 años de edad, me guiaron hasta encontrar un pequeño hotel. A partir de ese viaje aprendieron rápidamente a orientarse en las distintas ciudades y a leer mapas.

Los días anteriores a ese habían estado nublados, pero al día siguiente el sol salió en todo su esplendor. Nos sentimos felices y agradecidas por tener, sin querer, otro día más en esa hermosa ciudad, por lo que nos fuimos a conocer otros tesoros fabulosos, como el museo de Picasso. Para mí fue una experiencia distinta ver un París lleno de luz.
Un viaje inesperado a Cuba
No todos nuestros viajes han sido planeados. Con un poco de locura y muchas ganas de viajar, agarramos al vuelo cualquier oportunidad.
Una vez vimos una promoción para volar a Cancún por $250 pesos. Sin embargo el vuelo de regreso con esa tarifa era un mes más tarde. Con el clásico temblor de mis dedos cuando le doy clic a Reservar, empezó otra aventura sin saber bien dónde íbamos a estar todo ese tiempo, sabía que no en Cancún, debido a los precios.
Decidí llamar a uno de mis tíos que vive en La Habana y compré un vuelo barato de Cancún hacia Cuba. Allá resolvimos nuestros primeros días de estancia y fui muy dichosa de volver a verlo y de que mis hijas pudieran conocer la tierra de sus bisabuelos.
Viajar en Cuba como turistas era incosteable para nosotras. Así es que después de pasar unos días en La Habana, recorrimos la isla a todo lo largo y ancho desde Pinar del Río hasta Santiago de Cuba pasando por Trinidad, Camagüey, Santa Clara, Cienfuegos, Ciego de Ávila, Holguín, Varadero.
Utilizamos distintos medios de transporte improvisados como carretas jaladas por caballos, camiones de redilas “acondicionados” para pasajeros (en realidad se trataba de una tabla que ponían en medio del camión para que se sentaran unos pocos afortunados y los demás iban parados en recorridos que duraban más de cinco horas), trenes muy viejos sin horario de partida ni de llegada (ya que nunca se podía saber si la máquina arrancaría o no), autos de los años cincuenta medio clandestinos que fungían como colectivos dónde teníamos que ir en silencio para no ser descubiertas con nuestro acento extranjero.
En uno de esos trenes sin horarios fijos llegamos a Santiago a las tres de la mañana. De pronto quedamos las tres solas en la estación, en la calle no había ni un alma. De la nada salió un joven manejando una bici adaptada para transportar a dos personas y nos invitó a subirnos para llevarnos a un alojamiento privado, de esos que tienen un ancla. Los cubanos tienen permiso de rentar a extranjeros alguna de sus habitaciones, el distintivo de esas casas es un ancla dibujada en la entrada.
No teníamos mayores opciones, así es aceptamos la oferta. Después de pedalear varias cuadras llegamos a una casa muy antigua. El joven le tocó a un vecino que le dió las llaves. Nos abrió la casa, puso las llaves en mi mano y dijo: “buenas noches, hasta mañana”.
No teníamos idea de donde estábamos, la casa estaba amueblada y llena de adornos muy antiguos. No había nadie y todo estaba oscuro. Estábamos muy cansadas y nos dormimos las tres en una cama, juntitas.
Al amanecer tocaron a la puerta y era el joven que nos había “salvado”. Nos llevó a recorrer en su bici toda la ciudad contándonos anécdotas y la historia desde el cuartel Moncada donde inició la Revolución hace ya más 50 años. Mientras nos mostraba una hermosa iglesia, llegó la policía y se lo llevó.
Más tarde nos fue a ver y nos contó que lo interrogaron y luego fue liberado. Lo habían detenido por pasear con nosotras, nunca entendí bien qué fue lo que pasó.
Unos jóvenes que pasaban por ahí acompañando a otra turista brasileña nos saludaron. Les pregunté si sabían cómo podíamos llegar a Holguín, la ciudad donde nació mi padre. Nos dijeron que tenían que entregar un Mercedes que había rentado a un turista al día siguiente, que si queríamos podíamos irnos con ellos por unos cuantos dólares. Accedimos a acompañarlos, pasaron puntualmente a nuestra antigua casa a recogernos. Así fue como después de haber viajado en un tren destartalado, tuvimos la oportunidad de viajar en un Mercedes impecable.

De camino a Holguín nos llevaron a conocer la casa donde nació Fidel, hermosa y enorme, rodeada de grandes extensiones de tierra que pertenecían a su padre. También había un pequeño hospital y una escuela para sus trabajadores.